domingo, 20 de diciembre de 2015

Ser nazareno en Sevilla (IV)


 Nada más que con vestirse, y al mirarse al espejo antes de salir, ya se siente uno distinto. Y cuando se sale a la calle para ir a la iglesia, ya se ha producido la transformación.

Quien no lo ha vivido no lo sabe. Vestirse y salir de nazareno, en una hermandad cualquiera de las de nuestra Semana Santa, no es sólo una practica religiosa, ni sólo un acto de fe y de devoción hacia cualquiera de nuestros cristos y nuestras vírgenes, ni sólo la celebración de un ritual sagrado. Vestirse y salir de nazareno, salir de casa y dirigirse al templo propio, ser listado civilmente, en voz alta, y encuadrado en su sitio justo en el tramo correspondiente, formar parte de la Cofradía de uno en la calle, integrarse anónimamente en un "desfile procesional" (¡Qué fea expresión! "Desfile". ¿Qué tendrán que ver los nazarenos con los militares?)…Todo ello constituye una de las vivencias más profundas y más marcadoras de la propia existencia que pueda sentir una persona común.

Saliendo de nazareno, uno se siente, al mismo tiempo, un ser único y una pieza más de un conjunto social selecto, compuesto por un conjunto limitado de gentes que han elegido -voluntaria, individual, racional y profundamente- la misma opción que aquella por la que uno se ha decantado, en una faceta tan básica de nuestra vida de sevillanos como es la adscripción a una hermandad, la selección de una manera específica de ligarse con lo Eterno, la identificación de Dios o de su Madre con un rostro y con una actitud concretas.

Nada más que con vestirse, y al mirarse al espejo antes de salir, ya se siente uno distinto. Y cuando se sale a la calle para ir a la iglesia, ya se ha producido la transformación. Fíjense en los andares de los nazarenos solitarios en el camino de ida: erguidos, enhiestos, con una mano en el antifaz y con un andar ligero y decidido, braceando airosos si no van agarrando la capa. A la ida, todos son jóvenes, ya sean altos o bajos, delgados o gordos, de cola o de capa, de ruan, de sarga, de lanilla o de terciopelo. Porque todos saben que, en las horas siguientes, van a hacer su particular conquista de la ciudad. Todos saben que en ese día y en esas horas se va a producir su individual triunfo en el logro de la atención y del asentimiento de las multitudes hacia aquello en lo que él cree y defiende. Todos saben que ese día son protagonistas, aunque anónimos, de un milagro colectivo.

Y al llegar a la iglesia, y quitarse el capirote, y reencontrarse cara a cara con los suyos, el sentido de pertenencia y la sensación de seguridad afloran por todos los poros de la piel. Y los ojos se iluminan, y las miradas cómplices se entrecruzan, y los abrazos son más de verdad, y los encuentros y las breves conversaciones mantenidas se guardan para siempre…Todo se desarrolla con voz queda, como entre quienes guardan y comparten seculares secretos esenciales. ¡Sabemos que somos de algo, que pertenecemos a algo que nos identifica y nos singulariza! ¡Sabemos que tenemos nuestro sitio allí y que ese sitio es respetado! ¡Sabemos que hasta se nos respeta más por ser de allí!

 Al abrirse las puertas y embocar la Cruz de Guía la salida, se siente el rumor de la expectación y se perciben en el aire la emoción de la espera y la exultación ante el encuentro inminente. Entonces, todos, ya cubiertos, yerguen la espalda y respiran hondo, ante la inmediatez de la inmersión en las venas de Sevilla. ¡Vamos a hacerlo bien, otro año más! ¡Otro año más, haciendo las cosas al amor de Sevilla!


José Rodríguez de la Borbolla 
Publicado en Diario de Sevilla 12-04-2014

jueves, 3 de diciembre de 2015

Ser nazareno en Sevilla (III)


 

Pero ser nazareno en Sevilla no es cosa de un día al año: es algo muchísimo más serio. Es pertenecer a una hermandad los trescientos sesenta y cinco días de cada año de su vida. Cada hermano le dedica el tiempo que puede o quiere; unos, con más aparente dedicación; otros, con más aparente intensidad. Y califico de aparente porque cada persona es un mundo y no hay dos seres humanos iguales, por lo que no podemos juzgar actitudes. Ahora, que cada corporación va teniendo su Casa de Hermandad, hay más miembros que la visitan. En la anterior generación, que no editaba boletines  periódicos y sólo disponía de unas precarias dependencias anejas al templo de su residencia, los hermanos se comunicaban menos entre sí y las hermandades “caminaban” a paso más lento. Hoy, todas atienden mucho más a la Caridad y  a la formación que en tiempos de nuestros padres y abuelos. Esto deberían conocerlo los críticos, porque las hermandades cuidan mucho la norma evangélica de no pregonar sus buenas obras, sino dar al prójimo con una mano sin que se entere la otra mano.

Es paradójico, pero es así y la realidad lo confirma: mientras mejor sea una obra humana, más detractores tiene. No debe extrañarnos, pues, que nuestras cofradías sufran las críticas de quienes no han sido capaces de comprenderlas en su total grandeza. Entre los extraños a la idiosincrasia sevillana hay quienes sólo perciben lo externo de nuestras estaciones penitenciales, llegando a tacharlas de desfiles ostentosos y, aún, irreverentes; sin duda, porque no han calado en el tesoro humano que guarda en su interior el temple cristiano de nuestras hermandades. Es el de estos detractores un punto de vista parcial, una deformación perspectivista y, por tanto, una verdad a medias, lo que equivale a una falsedad.

No se puede condenar tan alegremente el esplendor de culto de las cofradías, pues el Derecho Canónico nos define las asociaciones eclesiásticas puntualizando los fines principales y secundarios de cada una,  y así distingue las Órdenes Terceras, las cofradías y las Asociaciones Piadosas. Las Órdenes Terceras procuran, en rigor, la propia perfección a tenor y con la espiritualidad del Instituto Regular del que brotan. No suele ser primordial el sentido militante de conquista y acción. Las cofradías tienen por objeto el esplendor del culto, con el que suelen coexistir ciertos ejercicios de piedad e, incluso, de apostolado, pero sin carácter esencial. Las Asociaciones Piadosas se consagran a diversos ejercicios de piedad, de beneficencia o de apostolado.

Así, no sería procedente censurar a las cofradías el esplendor de sus cultos en el templo o en la calle, puesto que están realizando el fin primordial para el que fueron creadas. Pero los fines, canónicamente no esenciales de caridad y apostolado han tenido siempre en nuestras cofradías un relieve que los detractores de fuera y de dentro no han podido advertir, porque el sevillano cuando practica, la virtud de la caridad, lo hace como si tal cosa, sonriendo, disimulando para no herir la dignidad del recipiendario, quizás entre bromas y veras y, por supuesto, de revestirse de engolados arrebatos pseudoascéticos; precisamente para que la mano izquierda no se entere de lo que hace la derecha.

–Esto es muy problemático –pueden aducir los escépticos–; decir que se hace pero que no se ve es poco serio, por indemostrable.

Vamos a demostrarlo con unos botones de muestra. El camino más corto es detenerse en leer las Reglas de las cofradías, antiguas o modernas, para encontrar frecuentemente estatuídos compromisos de caridad. Por lo pronto, las cofradías de origen gremial –y son la mayoría de las creadas en los siglos XVI y XVII– tenían por finalidad, aparte del culto, la caridad para con  los agremiados, para quienes construían  sus propios hospitales.

Asomarse a la ventana del pasado histórico permite contemplar las cofradías con una amplitud de perspectiva de cuatro siglos, y tal visión aporta unos elementos de peso a la hora de enjuiciar la naturaleza de las cofradías sevillanas.   
Como ello es materia extensísima, escojamos como muestra la actividad de una sola cofradía en una sola generación de un determinado siglo. Por ejemplo, la del Cristo del Amor en unos años del siglo XVIII. En sus libros de Mayordomía leemos que, junto a un esplendor cultual que con toda propiedad calificamos  de dieciochesco en su acepción más lujosa, predominan noticias  que nos completan la realidad de lo que era la cofradía.

En efecto, en sus libros de cuentas vemos que en el año 1756 casi todos los ingresos se consumen en socorrer a los presos –principal actividad de esta hermandad y para lo cual fue fundada en el siglo XVI–, por disponerlo así sus Reglas, Y como estos gastos superaban a las cifras de ingresos normales, para cubrirlos se recurría a rifas de objetos tan curiosos como costales de trigo, juegos de ropa de cama, muebles diversos y hasta una ristra de ajos que, por cierto, produjo dieciocho reales de beneficio; además  instalación de alcancías en los mercados y posadas y explotación de una bolera en la plaza de Santa Catalina, que era lo que más recaudaba debido a la popularidad del juego de bolos.

Por otra parte, cada hermano tenía en su domicilio una alcancía, propiedad de la hermandad, cuya llave obraba en poder de ésta, con el compromiso de no dejar pasar un solo día sin echar un óbolo, aunque fuera un maravedí, para que los hermanos recordaran diariamente que había cristianos necesitados que padecían hambre, sed, enfermedad y privación de libertad en las prisiones, y la obligación  de todo cristiano, para su propia salvación de socorrerlos, viendo en ellos a Cristo que pasó sed, cautiverio y crucifixión.

También  en los libros de cuentas aparecen  abundantes datos de que la hermandad sacaba a los hermanos a la calle a pedir limosnas, casa por casa, a fin de juntar fianzas para comprar la libertad de los presos.

El año 1777 y en correspondencia a un señalado favor que la Hermandad del Amor hizo a la de la Columna y Azotes, ésta hizo a aquella un generoso donativo en garbanzos, pan, carne, tocino, habas, trigo y cebada para repartir entre los encarcelados, en cuyo año citan los libros de cuentas que la Hermandad del Amor repartía. 2,177 comidas en la cárcel, donde los presos pasaban hambre y hasta morían de escorbuto y otras enfermedades causadas por deficiencias dietéticas e higiénicas.

Podríamos seguir aportando interminables testimonios que definen la naturaleza de las cofradías sevillanas y de las buenas obras que realizan con la mano que no se ve. Después de estos testimonios, si a la hora de sacar a la calle a la Madre de Dios y Madre nuestra, la piropean con el corazón y con la boca, ¡benditos piropos!, no sea esto causa de escándalo. Conózcase el fondo de la verdad y no se juzgue por estas expansiones jubilosas de amor filial una obra de cuatro siglos, basada en un rigor evangélico tan antiguo como moderno porque es invariable.

Julio Martínez Velasco

lunes, 16 de noviembre de 2015

Ser nazareno en Sevilla (II)


Que ser nazareno en Sevilla pesa lo suyo lo saben todos los que lo son. Y que es la penitencia que se hace más a gusto, también. 

Julio Martínez Velasco
¿Se puede sufrir esa penitencia  por un simple capricho que tendría visos de masoquismo? Sería pueril. En personas  inteligentes y formadas no cabe salir por simple admiración hacia la hermandad. Ni cabe salir por vecindad o por amistad. La tradición de varias generaciones comienza a pesar en la escala de motivaciones, pero aún no es bastante, pues si no es creyente, mal  puede salir un adulto por complacer a su padre. No caben otros motivos que los de la devoción, la promesa, la penitencia o la ascética de perfección. Generalmente, una persona se vincula a una hermandad para toda la vida. Los jóvenes de hoy, como los de ayer y los de siempre dan testimonio de la solidez de su criterio alcanzando mayoría en las filas de nazarenos, realizando un acto de piedad y de sacrificio con  la mano derecha, con el rostro cubierto para que no se entere la mano izquierda.

Esto y aún más, mucho más, es ser nazareno en Sevilla, en esta ciudad cuyas procesiones  suelen estar tachadas de fiestas profanas e, incluso de frívolas, por gentes ignorantes de la verdad, que viven regiones donde los nazarenos tal vez sean mercenarios. En Sevilla podemos aplicar la frase tópica de que la procesión va por dentro. Exactamente detrás del antifaz.

Los nazarenos de Sevilla, cuando procesionan, son asediados por una chiquillería de cualquier clase social, en demanda de un caramelo. Las palabras nazareno y caramelo, ambas tetrasílabas y asonantadas, se prestan a que la expresión, “Nazareno, dame un caramelo”, entonada a compás, se haya estereotipado a lo largo de muchos años. Yo la vengo escuchando desde mi infancia, hace ochenta años. Tan insólito fenómeno ha sido explotado por quienes pretenden acusar de frivolidad a nuestras estaciones de  penitencia. Intentemos explicarlo.

Que ser nazareno en Sevilla pesa lo suyo lo saben todos los que lo son. Y que es la penitencia que se hace más a gusto, también. Nazareno, costalero, capataz, músico o acólito, todos padecen en su cuerpo los sufrimientos físicos de la fatiga, el cansancio, la sed o el sueño. Cada elemento procesional gravita sobre ellos a su manera. Al nazareno, el antifaz le crea una atmósfera densa e irrespirable, por la dificultad de expulsión del anhídrido carbónico de la espiración a través del tejido, sobre todo en los antifaces de terciopelo, gruesos y no traspirables. Tal clima exacerba las molestias habituales del recorrido. Se extraña el cinturón de espato que encorseta burdamente al nazareno. Acostumbrados a retener los pies moldeados en los zapatos, se abren a consecuencia de la caminata efectuada a pies descalzos, pues el tacto se sensibiliza extremadamente: el frío de los mármoles, el calor de la cera derretida, la humedad de los charcos, el choque con los cuerpos sólidos de la más varia naturaleza, la adhesión de objetos pegajosos como papeles de caramelos o chicles abandonados, el escozor que producen las puntas del cigarrillo negligentemente arrojadas son sensaciones que repercuten en el ritmo respiratorio del nazareno, distrayendo su normalidad. El peso del cirio alzado sobre la cintura o cualquier insignia de superior gravidez o molesto contorno fatiga en proporción al tiempo que se soporte. Apenas si se advierte en la primera media hora, a partir de entonces comienza a molestar, a sentirse el incómodo peso, una hora después la fatiga se torna en obsesionante, pasadas tres o cuatro horas se precisan verdaderos esfuerzos para soportarlo, y trascurridas unas cinco o seis horas de estación, el antifaz asfixia como manos que oprimieran el cuello, el esparto de la cintura aplasta el torso inmovilizado y deseoso de inspiraciones profundas; las rodillas entumecidas por no doblarlas y los pies abiertos y rendidos crean un clima de cansancio en el nazareno que acrecienta la sed hasta el punto de convertirla en la tortura de la estación penitencial. El recurso de humedecer la boca disolviendo un caramelo, que tanto remueve a la chiquillería en su demanda, no tiene otro objeto que paliar, muy débilmente por cierto, el tormento de la sed.

En el costalero, encerrado en el lóbrego sótano de las andas y obligado a realizar un esfuerzo físico extraordinario, inmerso en un ambiente de atmósfera enrarecida y empapado en sudor, la sed es tan apremiante que tras ellos caminaba un pintoresco personaje, desaparecido ya de la picaresca callejera: el aguador. Desde mi juventud lo recuerdo con su cojincillo al hombro y sobre él un cántaro. Un cántaro, sí, como el que pintara Velázquez en “El aguador de Sevilla”; un cántaro que es padre y señor de las tallitas de barro blanco que, colgadas de sus dos asas, alternaban con las macetas de albahaca en  los aguaduchos; un cántaro inconfundible, cuyo tapón de corcho estaba doblemente horadado por dos cañas cortadas al bies, que lo traspasaban. Una, para verter el agua; la otra, para que el cántaro respirase y el agua fluyera. Y al cinto, colgada, la vasera con sus dos latas provistas de asa para saciar la urgente sed de los costaleros.

Tras  una larga chicotá, la demanda de agua es inevitable. También lo es a las primeras horas de la tarde, cuando el sol caldea y los pesados faldones de terciopelo regatean, avaros, la ventilación. Después del imperativo:  ”Ahí quedó” del capataz, cuando el paso golpea secamente el duro  suelo, adoquín y asfalto se alzan los faldones y aparece el rostro  enrojecido del costalero que demanda imperioso: –“Amos a la latiya”, Y aquel aguador, sin prisa pero sin pausa iniciaba la serie de faenas rituales que comprendía la evangélica acción de dar de beber al sediento. Se acuesta el cántaro en el suelo o asienta su panza sobre la punta del alpargatado pie; vierte un  chorrilllo de agua para enjuagar la lata –higiénica y rutinaria medida de su oficio– y luego, con más “aire” y mayor distancia de la caña a la lata, llena ésta con cierto tono de solemnidad. El costalero se la engulle de un largo trago. Sus compañeros le acucian. De nuevo se repite la operación con la misma cachaza, lo que obliga a los costaleros a increparle en demanda de una mayor presteza. Beben tres o cuatro hombres, hasta que suena  el primer golpe de martillo y el faldón cae hasta el suelo como cualquier telón de teatro. El aguador se echa el cántaro al hombro, dispuesto a caminar tras el paso. Él también hace su estación de penitencia, porque un cántaro lleno pesa mucho más que una liviana cruz de penitente. Y ese Crucificado que va encima del paso, sobre monte de claveles, cuando Él lo disponga, llamará al aguador y le dirá; “Ven, bendito de mi Padre, a entrar en  posesión  del reino que te tengo preparado desde la creación del mundo, porque tuve sed y me diste de beber”.

martes, 3 de noviembre de 2015

Ser nazareno en Sevilla. Julio Martínez Velasco


Para algunos, la estación de penitencia quizás sea el   único contacto con Dios en el año. 
Pero… ¡Qué contacto!

Ser nazareno en Sevilla es algo muy serio: es todo un privilegio. En algunos puntos de España se sacan imágenes a la calle los Jueves o Viernes santos y se las acompañan con  luces o, incluso, con el atuendo sevillano de nazareno más o menos fielmente imitado: pero, simplemente, para conmemorar la Pasión de Jesús. Por lo general suelen ser procesiones de organización diocesana, a través de órdenes religiosas o clero parroquial, cuando no de museos de imaginería. En algunos lugares se llegó a formar asociaciones piadosas de fieles seglares a tal fin, pero todas están  muy lejos de la justificación sevillana de la Semana Santa. En Andalucía existen, desde hace más o menos tiempo, las hermandades, con sus tradiciones locales muy respetables, Ello es característico del Sur peninsular, aunque esto no quiere decir que en los puntos en que la efeméride se celebra con más relumbrón, sean necesariamente las de mayor dimensión tradicional.

Es preciso descender hasta el origen de las cofradías sevillanas para comprender ese extraño fenómeno llamado nazareno, cuya envoltura exterior es una vestimenta anacrónica, reñida con el pulso actual del mundo, pero cuya médula contiene un muy respetable intríngulis. En la antigüedad  las cofradías llamadas de sangre llevaban sus disciplinantes. Por eso, la estación que realizan se llama de penitencia. Salir de nazareno en Sevilla no queda en acompañar con un punto de luz a una imagen devota. Tiene un fin específico de sacrificio, de penitencia, de ejercicio del dolor y de la humildad. De no ser así, no tendría sentido el antifaz que cubre el rostro. El disciplinante de hoy no se flagela como en el siglo XVI, pero va descalzo, lleva luz o cruz a cuestas. El penitente que va tras un paso soportando el peso de una cruz con el rostro cubierto, cumple al pie de la letra el consejo de Jesús: “El que quiera venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”, porque se ha negado a sí mismo al ocultar su personalidad, ha tomado materialmente y cargado sobre sus hombros una cruz grávida  y ha seguido a su venerada imagen a lo largo de su estación penitencial. Ya sabemos que las palabras de Jesús tienen un alcance mucho más amplio, pero el símbolo de querer alcanzar la perfección señalada por Cristo está ahí bien patente. Que la voluntad humana sea luego frágil es otra cuestión. En el mismo pasaje evangélico se muestra.

La penitencia es, pues, penosa y en el hecho de salir de nazareno no cabe la vanidad ni la orgullosa presunción. Por otra parte, los nazarenos de Sevilla no son mercenarios, como sucediera en algunos sitios. Por el contrario, para acompañar a las imágenes de su devoción han de abonar cantidades nada despreciables. Para muchos supone un día de trabajo. Entonces, ¿dónde está la supuesta gracia o atractivo de salir de nazareno? Se cae por su propio peso la leyenda negra  cultivada por la literatura folklórica: las andaluzadas en el cine, los sainetes y comedias costumbristas rebosantes de tópicos; loa relatos populares y los chascarrillos de calle y taberna que generalizaron, hasta no muchos años, la caricatura del nazareno zumbón que se salía de la fila y se tomaba una copa.

¿Por qué se visten de nazareno tantos miles y miles de hombres, mujeres y niños? Ha de existir una motivación muy fuerte para que tal hecho se produzca. En los tiempos que vivimos, inmersos en una revolución tecnológica de signo materialista no resulta lógico vestirse una túnica de ruan, arrollarse un ancho cinturón de áspero esparto y cubrirse con un antifaz cuyo capuchón cubre a un largo capirote. Choca y chirría tan patente anacronismo. Sin embargo, existen decenas de millares de personas que lo hacen con una seriedad y un respeto rayanos en la solemnidad. Es el extraño fenómeno llamado nazareno.

Más extraño aún, si tratamos de averiguar que en el vestirse de nazareno es dónde y cuándo no hay la más mínima acepción de personas o clase social, o raza. Precisamente porque la persona se borra tras el anonimato. La uniformidad de la túnica mide con igual rasero a todos los hombres en la plenitud del pensamiento cristiano, y el hecho de ocultarse el rostro anula por completo el egoísmo.
¿Deducimos de las anteriores premisas que el salir de nazareno es señal de vida fervorosa? Toda afirmación tajante sería temeraria. Para algunos, la estación de penitencia quizás sea el   único contacto con Dios en el año. Pero… ¡Qué contacto!

jueves, 15 de octubre de 2015

La “carrera oficial”. Julio Martínez Velasco



produciéndose el caso paradójico de que mucho más público ve dichas cofradías fuera de la carrera oficial que dentro de ella, siendo esta la finalidad de la carrera, frustrando la ilusión de los cofrades que disfrutan con la exhibición de sus imágenes por el espectacular ambiente de la  carrera.

La carrera oficial, (¡ay! la carrera oficial). De ella no nos gusta ni el nombre. Nos suena a licenciatura universitaria –carrera oficial– o a competición de atletismo –carrera oficial–. A todo, menos a presenciar, con el mismo recogimiento que van los nazarenos penitentes, unas bellísimas estaciones penitenciales.
Con el paso del tiempo los ocupantes de las sillas van perdiendo la inicial seriedad y abundan las conversaciones más o menos frívolas, con los vecinos de localidad. Los hombres salen a estirar las piernas, a fumar o a tomarse una copa. Inevitable. Pero en los palcos de la plaza, como para ver los pasos hay que volver el cuello en noventa grados, porque cada palco sitúa las sillas unas frente a otras, esta situación propicia la cháchara. Y como se ven los de los demás palcos, es frecuente el visiteo de unos a otros para saludar a las amistades. Esto unido a que el precio de los abonos se limita a un público “vip”, el graderío nos recuerda a una tribuna de hipódromo.
Pero el nombre es lo de menos: nuestro objeto es consultar el reloj y a ello vamos. Quien adquiere una silla en la carrera oficial permanece sedente mucho tiempo en ella. Demasiado. Hasta un  límite difícilmente soportable. Y este problema lo llevamos arrastrando desde hace unos cuarenta años nada menos. El crecimiento más rápido y progresivo tuvo lugar, como hemos visto, a partir de 1940 y en la década de los setenta ya urgían las soluciones a los problemas de horarios.
Que canten las cifras con ese grito convincente de la exactitud del guarismo. En 1940, el Domingo de Ramos un espectador (¿No le choca a usted, como a mí, ese término “espectador” referido a algo que nunca ha debido ser mero espectáculo?), permanecía en la carrera oficial dos horas y media– A las siete llegaba la cruz de guía del Porvenir, y a las nueve y media, poco más o menos, pasaba la Virgen del Socorro. En 1975, como mínimo, permanecía cuatro horas y media, pasando las mismas siete cofradías que en 1940. Pero es que en 2012, si no  hubiera llovido, habría permanecido seis horas y tres cuartos, sin contar los habituales retrasos provocados por cualquier causa, incluida la desmedida exhibición de algunos pasos.
El Lunes Santo la diferencia es mucho más notable: de tres cofradías que hicieron estación en 1940, en 1974 se pasó a ocho. En consecuencia, de una hora sentados en 1940, a cuatro horas y media en 1974, Y seis horas y media de sentada ininterrumpida, en 2012. 
El Martes Santo, la diferencia de horarios entre 1940 y 1975 rebasaba el cien por ciento: de dos horas, a cuatro horas y veinte. Y la única cofradía que en  aquel periodo se incluyó en la jornada fue la de los Javieres  que no representaba más de media hora. Y en 2012, con una cofradía más, la del Cerro, la sentada ascendió a un mínimo de seis horas y media. 
         
En el Miércoles Santo de 1940 se veían pasar todas las cofradías en dos horas y media, pasando a cuatro horas y media en 1975, con el mismo número de cofradías. Hoy, con nueve hermandades procesionantes, la cifra asciende a cinco horas y media, por lo menos, ya que el Miércoles hace años que viene siendo un día problemático. 
En los Jueves Santos de 1940 y 1975 las cofradías tardaban el mismo tiempo en discurrir por la Campana –tres horas y media–, aunque en ese último año ya no acudía el Sagrado Decreto, que se pasó a encabezar el Sábado cuando, de Gloria, pasó a ser jornada luctuosa. Hoy día, las siete tradicionales cofradías emplean sólo cuatro horas.
En la Madrugada es muy difícil calcular el tiempo que un abonado a silla puede permanecer en la carrera oficial, porque todos los relojes se paran. En el pasado, que al sonar las dos campanadas de la noche se abrían simultáneamente las puertas de San Lorenzo y San Antonio Abad, y la cruz de guía del Silencio pedía la venia en el palquillo de la Campana a las dos y diez –diez minutos–, ahora sale a la una y cinco y ha de llegar a Campana a la una y veinticinco –veinte minutos– el doble. ¿Por qué? Por sacar más nazarenos no será. Hace medio siglo podría ser que al  llegar la cruz de guía a Campana asomaran por la puerta del templo los ciriales del Señor. Ahora le pueden quedar dentro un par de tramos. La distancia a recorrer por la cruz de guía es la misma. Entrado el Mayor Dolor y Traspaso en Sierpes, la exactitud relojera pasa a ser privilegio de los suizos. A quien se sienta en una silla de la Campana poco antes de la una, le bañará el sol viendo pasar a los Gitanos.
Y la tarde del Viernes, en el plazo que estamos analizando incrementó el tiempo, de dos horas y tres cuartos, en 1940, a cuatro horas y cuarto, pese a que el Santo Entierro que “desfiló” en 1940 (aquí si utilizamos el verbo desfilar, por el aparato protocolario oficial que lo acompaña), pasó al Sábado Santo, así como la Soledad de San Lorenzo, lo cual contribuyó a incrementar notablemente la diferencia, ya que son dos cofradías de largo cortejo.
Expuestas las cifras, pasemos al comentario. Ya, hace cuarenta años se obligaba al sufrido espectador de la Campana a sentarse algunos días a las cinco de la tarde y a levantarse alrededor de las diez y media de la noche. No digamos a qué hora se levantaba  quien se hubiera sentado en la Avenida, frente a la Catedral. Esto es, sin duda, excesivo. Ni lo soportaban los niños, ni los ancianos, ni casi nadie. ¿Consecuencia? Que asoma la sed. Y para eso están los bares; que acucia el estómago vacío y para eso están las tapas; que hay que estirar las piernas y aquí llega el desorden, hasta el punto que las últimas cofradías de cada jornada suelen discurrir por una carrera oficial en masiva desbandada de público, si no pasan ya con las sillas apiladas, produciéndose el caso paradójico de que mucho más público ve dichas cofradías fuera de la carrera oficial que dentro de ella, siendo esta la finalidad de la carrera, frustrando la ilusión de los cofrades que disfrutan con la exhibición de sus imágenes por el espectacular ambiente de la  carrera.

viernes, 2 de octubre de 2015

El reloj en hora. Julio Matínes Velasco


Todo aquel sevillano que fuera conocido en el barrio como activista de izquierdas o afiliado a sindicatos socialista, utilizara como coartada demostrar su pertenencia a una cofradía y “exhibirse” como nazareno
 
Desde 1940 hasta la fecha, el problema del cumplimiento del horario previsto en la estación penitencial de cada cofradía se ha agudizado, hasta alcanzar en el presente una gravedad que obliga a la adopción de medidas para resolverlo.
Tomemos el citado año como inicial del problema porque a partir de él se produjeron dos notables incrementos: uno, en el número de cofradías, y otro, en el número de parejas de nazarenos en la mayoría de las mismas.

Hasta esa fecha, las cofradías no solían realizar con absoluta regularidad su estación de penitencia. Salvando los años excepcionales del periodo republicano, en los que motivaciones de orden extracofradiero originaron graves anormalidades; aun en los años anteriores no era extraño que algunas hermandades  decidieran no hacer estación por falta de medios económicos.

De 1932 a 1936 en los años que salieron cofradías –uno sólo la Estrella, otro catorce cofradías– los cuerpos de nazarenos eran muy cortos por miedo a disturbios violentos como explosión de petardos y otros artefactos, o disparos, que a los hermanos vestidos con el atuendo nazareno dificultaba movimientos excepcionales; así se retraían de salir hermanos de más de cuarenta años y, sobre todo, púberes.

En 1937 y 1938, en plena guerra civil, los cuerpos de nazarenos experimentan acusada alteración, pero por opuestos  motivos: en unas cofradías, principalmente las que tenían su sede ubicada en templos del centro de la ciudad, seguían con sus breves cortejos a causa de que los jóvenes estaban movilizados en los frentes de batalla y el grueso de nazarenos era de elevada edad; pero en otras, las populares de barrios experimentaron un extraño crecimiento de la nómina de hermanos y de papeletas de sitio, debido a que habiéndose sublevado en Sevilla el general republicano, Gonzalo Queipo de Llano y sometido a la ciudad en menos de una semana, la población de los barrios más resistentes al alzamiento militar, los de población proletaria, sufrió inclemente purga, de juicios sumarísimos por la justicia militar, con diversas condenas que iban desde encarcelamiento hasta fusilamientos.

En consecuencia, todo aquel sevillano que fuera conocido en el barrio como activista de izquierdas o afiliado a sindicatos socialista, comunista o anarquista, utilizara como coartada demostrar su pertenencia a una cofradía y “exhibirse” como nazareno. Tal coartada se extendió como mancha de aceite.

Desde entonces, las cofradías comenzaron a efectuar sus estaciones con toda regularidad y un cuerpo de nazarenos cada vez más nutrido. Esto y la presencia de hermandades de nueva creación provocaron problemas de horario, que comenzaron a presentar serios conflictos a partir de la segunda mitad de la década de los cincuenta.

Esta problemática se presenta a lo largo de todo el recorrido de cada cofradía, pero incide más acusadamente en el transcurso por la carrera oficial, lo que nos obliga a esbozar un análisis comparativo de sus características.

Teóricamente, una cofradía debe tardar el mismo tiempo todos los años al efectuar igual recorrido. En la práctica está demostrado que en ello influye la longitud de la procesión, ya que a causa de la marcha reptante que lleva, los movimientos alternos de compresión y descompresión de las parejas del cuerpo de nazarenos son más numerosos cuanto más nutrido sea dicho cuerpo, y una cruz de guía debe adaptarse siempre a esa fluctuación para mantener una línea continua a lo largo de toda la procesión, evitando los nefastos cortes. De donde se deduce que una cofradía de cien parejas de nazarenos camina con más rapidez que otra de cuatrocientas parejas, dentro de las limitaciones físicas de las “chicotás” de los hermanos del costal.

No obstante lo apuntado, –que significaría que, al ser ahora el acompañamiento mucho más abundante que en años atrás, las cofradías se ven obligadas a procesionar con  más lentitud–, consideramos excesivo el incremento en  la duración de la estación de penitencia que se ha producido en la inmensa mayoría de las cofradías. Comprobémoslo con unos ejemplos. 

Partimos de 1940 porque ese fue un año que se caracterizó, como hemos comentado líneas atrás, por una gran afluencia de nazarenos, por haber terminado la guerra el año anterior.

La cofradía de la Paz hacía su estación aquel año en seis horas. En 1975 lo hizo en  diez y en 2012, en doce horas. De la catedral a su templo tardaba dos horas y cuarenta y cinco minutos, mientras que, en 1975, tardó cuatro horas y cuarenta y cinco minutos. Y en 2012, cinco horas y media.

Manejamos los datos de 2012 por el horario oficial, aunque la  mitad de las cofradías no salieran a causa de la lluvia.

Otro ejemplo: la Amargura, en 1940, salía a las siete de la tarde y se recogía a las doce y  media de la madrugada. En 1975 salía a la misma hora y entraba a la una y quince minutos. En la actualidad sale a las siete y cuarenta y cinco y entra a las dos y media.

Curioso es el caso de las  dos cofradías que residen en el Salvador. El Amor, en 1940, que procesionaba con sus tres pasos en el mismo cortejo, hacía su estación en tres horas y media. En 1975, con sólo dos pasos, pues el de la Entrada en Jerusalén ya encabezaba el Domingo de Ramos, la hizo en tres horas y cuarenta y cinco minutos. En 2012, tenía fijada su salida a las nueve y su recogida a la una y cuarenta y cinco  –cuatro horas y tres cuartos– extremo que fue ampliamente superado por el retraso acumulado en  la carrera oficial y por llevar los tres pasos juntos, a causa de la lluvia caída al principio de la tarde, que impidió salir al cortejo de blanco, con su popular paso de la “Borriquita”. En 1940 tardaba del Salvador a la Campana cuarenta minutos, mientras que, en 1975, sesenta. Inexplicable, yendo por el mismo itinerario y con sólo dos pasos. Y en 2012, una hora y cinco minutos era el tiempo fijado por el horario oficial a cumplir.

¿Cómo Pasión, también con dos pasos e igual recorrido, efectuaba su estación en media hora menos que el Amor? De su templo a la Campana ganaba quince minutos, y de la Catedral a su templo, veinticinco. En 2012, de salida a Campana ¡una hora y cinco minutos! Y de Catedral a su templo, ¡dos horas y quince minutos! ¿Por qué?

En mayor o menor medida, todas las cofradías del Domingo de Ramos  han venido aumentando, al paso de los años, la duración de su estación penitencial.

Como hemos comentado ya, en 1940 se inició la última etapa de florecimiento de nuestra Semana Santa; florecimiento que, aunque en 1975 ya presentaba problemas, ha ido a más generación tras generación. Sírvanos la experiencia del comentado primer periodo floreciente, para aplicarla a la Semana Santa de la segunda década del siglo XXI.

Si es oportuno poner el  reloj cofradiero en su punto, no vendría mal una revisión a base de buena voluntad entre la fraternidad cristiana, aunque haya que renunciar a algunos factores meramente externos que sólo producen en los cofrades sensaciones de orden más sensorial que espiritual.

Lo cierto es que en la actualidad, las cofradías se recogen demasiado tarde. Sobre todo en días laborables. Lo que ocasiona perjuicios o, al menos, severas molestias de todos conocidos. Consideremos que más sacrificio supone levantarse a las siete de la mañana para ir a trabajar, a un nazareno que se ha acostado a las tres, o más tarde, rendido de cansancio, que la fatiga de la propia estación de penitencia de seis u ocho horas.

Pensamos que, con la buena voluntad colectiva antes citada, se podría anticipar la mayoría de las entradas a los templos en una hora u hora y media. Ello congregaría más fieles en las entradas, pues está demostrado que las cofradías que entran muy tarde están menos acompañadas o casi solitarias.

Llamamos la atención del lector acerca de la expresión que hemos venido utilizando, repetida e intencionadamente, de “estación de penitencia” y no la de “desfile procesional”. El matiz diferencial está más que claro, diáfano. Una estación de penitencia debe hacerse por el camino más corto y en el tiempo prudencialmente más breve. El recorrido más largo y más multitudinario dejémoslo para la Cabalgata de Reyes Magos. Todo lo que sea estirar el tiempo de estancia de un paso en la calle, recurriendo a lentitud o a extensión de recorrido, porque tal o cual calle sea más bella, entra ya en el concepto, hoy afortunadamente superado de “desfile procesional”.

Julio Martínez Velasco

jueves, 10 de septiembre de 2015

El día más ansiado. Julio Martínez Velasco



 No, no hay día que haga más feliz al pueblo sevillano que el Domingo de Ramos.
Julio Martínez Velasco
Tras un largo año de ilusionada espera, las mágicas palabras “Hoy es Domingo de Ramos” nos llenan la boca de íntimo gozo al pronunciarlas. Porque para los sevillanos cabales el año no empieza con la frívola cuchipanda del consumo de doce unas al  tiempo de las doce campanadas que señalan la media noche. No. en  Sevilla empieza a medio día del Domingo de Resurrección tras echar el cerrojo a la ojival puerta de Santa Marina. Y concluye a medio día del Domingo de Ramos siguiente al abrirse, con un aparentemente improvisado ritual, la puerta de San Sebastián. Aunque degustemos el aperitivo procesional de las vísperas. El resto del calendario, los días que integran  la Semana Santa, no cuentan en los almanaques sevillanos porque están fuera del cómputo terrestre, se escapan  hacia esa dimensión gloriosa, flotante en los celestes ámbitos, en la que se sumerge el sevillano en cuanto la Campana se erija en el centro geográfico de Sevilla y mientras procesione una cofradía por alguna calle.

En tal sueño cósmico, esa divina alucinación que es, sólo y exclusivamente para el pueblo de Sevilla, su Semana Santa, pues los sevillanos son los únicos privilegiados que pueden gozar  de ese indescriptible nirvana que les concede, durante siete días al año, la infinita misericordia del Gran Poder de la segunda Persona de la Santísima Trinidad, ante la omnipotencia suplicante de la Mediadora de todas las Gracias, la Esperanza Madre del Verbo encarnado. ¿Cabe mayor privilegio? Y esa prodigiosa ilusión vivida por los sentidos presenta dos cimas: el Domingo de Ramos y la Madrugada del Viernes Santo, Son las jornadas más multitudinarias, preñadas de las horas más vitales. No hay sevillano legítimo que no vibre hasta su última fibra sensible en esos dos días. No los hay más intensos ni más jubilosamente dramáticos –curiosa paradoja surrealista autóctona–, más emocionantes ni más festivos en todo el año. 

Pero de ambas jornadas, la del Domingo de Ramos es más ansiosamente anhelada. Es en la que venimos soñando desde las calores de los agostos, desde los nubarrones color panza de burro de los “tosantos”, y por los fríos, como navajas abiertas,  al tiempo de los coros de campanilleros. Es ¡Al fin! el día en que se nos descubren, diluyendo los celajes de la tibieza, el cielo y la tierra. En la tierra trianera se nos aparece la Estrella llorosa que nos marca el camino a seguir, como la de Belén  a los pastores, Es el día en que nos ilusionamos y nos llenamos de Gracia y Esperanza para nuestra supervivencia espiritual. El día que vemos con los ojos del cuerpo y vislumbramos con los del alma esa Paz presentida, con  la que siempre soñamos para que la goce la Humanidad entera.

El mejor día del año. el Domingo de Ramos, es la jornada triunfante en la Jerusalén sevillana. Que nuestra ciudad se torna, por obra y gracia divinas, en Jerusalén rediviva, recipiendaria de un Rey de Reyes en su Sagrada Entrada en  Jerusalén, cabalgador sobre jumento de enhiestas orejas. Un Rey de reyes que pronto admitirá ser Despojado de sus vestiduras como de todo lo superfluo que le sobre al sublime misterio de la Redención por amor. Un Rey con sus oídos llenos de “hosannas” por su Victoria sobre el pecado de Adán. Un Rey que se nos da como alimento de vida eterna en Sagrada Cena Sacramental, Rey, a la vez, de Humildad y Paciencia, Un Rey del Silencio, que sofoca toda palabra vana que no debe salir de la boca del hombre. Un Rey que voluntariamente sufre las Penas que le conducen a una Buena Muerte. Un Rey, en fin, de Amor, Amor de los amores, abiertos sus brazos para abrazar de una vez a Sevilla entera.

Toda una teología infusa muestra el pueblo sevillano cuando se expresa con frases como: ”Es el Amor del Salvador” o, al unir en María, Dolores y Misericordia. Pura pastoral se desprende del hecho de que el Amor, base y síntesis del Cristianismo, envuelva la jornada procesional del Domingo de Ramos, desde la cruz de guía bicentenaria que precede a los cofrades del futuro, los niños de hoy –de blanco, como versión nazarena del traje de primera comunión–, hasta el Socorro plasmado en Virgen Dolorosa, el socorro que, tan generosamente, María nos concede, Entre una y otra todas las hermandades de tan jubiloso día, en sucesión fraternal: hermanos blancos, de capa y de cola, hermanos blanquiazules, albimorados,  blanquinegros y  negros de cola¸ hermanos todos unidos en  el amor, por el amor y para el amor,  obedientes al Nuevo Mandamiento que Jesús nos enseñó: el sublime mandamiento del Amor.

No, no hay día que haga más feliz al pueblo sevillano que el Domingo de Ramos.