Porque, en Semana Santa, las noches de Sevilla huelen a eso, a noches de Sevilla. Es algo inefable.
El sevillano reconoce el axioma de que
toda sensación de belleza ha de penetrar en el cerebro por medio de los
sentidos. Así han nacido todas las artes.
Sevilla, una ciudad netamente artística,
por esas consideraciones previas que hemos esbozado sobre el espíritu de los
sevillanos, se ha afanado, como todo pueblo culto, en conseguir una
manifestación artística tal que fuese
síntesis de todas las Artes y por ello, a fin de alcanzar el máximo nivel de
sensaciones estéticas no ha despreciado el olfato. Ha trasladado a este
sentido, del limitado ámbito de la intimidad individual al amplio campo
espectacular de masas. Ha creado un arte
para que toda una muchedumbre perciba una sucesión de aromas; un goce que ha de
secundar y completar los inefables goces de la vista y el oído en su más
original síntesis artística.
Entre las innumerables sensaciones bellas
que produce la Semana Santa de Sevilla el olfato ocupa un destacado lugar como
vehículo de percepción. Todos los perfumes agradables se dan cita en la
primavera sevillana y aún el sentido artístico de los sevillanos ha conseguido
una maravillosa conjunción de goces olfativos como signo palmario de esa
plenitud artística. Me refiero al paso
de palio. La Virgen Dolorosa camina por las calles de Sevilla embriagada de
placenteras sensaciones, como si sus hijos del pueblo quisieran consolarla en
su tremendo dolor. Se le exorna un trono itinerante con un refinamiento
artístico dable sólo entre espíritus de estrecha selección. Un paso de palio,
como dijo el padre Cué, es toda una lección de estética. Sevilla le prepara a
la Virgen un camino agradable por la calle de la amargura: le ofrece el supremo
recreo terrenal de la vista, la deleita con las más emotivas melodías y, sobre
todo –y esto es lo que ahora nos interesa–, la embriaga con los más selectos
perfumes de la naturaleza. Su paso está materialmente cubierto de flores. Pero
no se la cubre de flores para que admire la policromía de sus corolas, porque
si así fuere llevaría flores vistosas, de positiva belleza aunque de escaso
aroma. No, no lleva flores porque sean bonitas. El deseo de los sevillanos es
que la Virgen goce también aspirando los naturales perfumes. Por eso le cubre
de rosas, azahares o claveles, el suelo
simbólico por donde marcha camino del Calvario, para que perciba,
embelesada, esa síntesis de aromas de celestial sutileza. Pero no basta. Todas
las flores de la Tierra es mínima ofrenda para que se la tribute Sevilla a su Reina. También
llena su paso de cirios, hasta que no quepan más. Pero no de velas de sebo o de
esperma, sino cirios de cera pura de abejas que, además de iluminarla, la
perfume con ese aroma indescriptiblemente grato de su consumición.
¿Está ya conseguida la armónica síntesis
de todos los perfumes? Aún no, pues todavía resta ofrecer el más delicado
obsequio al purísimo olfato de María. Y ante el paso varios acólitos
turiferarios elevan, en su vigoroso balanceo, densas nubes del aroma regio, el
litúrgico incienso que ha de mezclarse con el de las flores y el de la cera.
Todavía se le impregnan toca, saya y pañuelo con las más preciadas esencias de
la industria perfumera.
Esta es la aromática ofrenda que los
sevillanos brindan a su Señora para
tratar de paliarle el atroz sufrimiento que le produce contemplar la
Pasión de su divino Hijo. Pero aún Sevilla como
ciudad, como naturaleza, como inconsciente, le regala el perfumado
embrujo de la primavera y el paradisiaco perfume de sus noches de luna llena de
Parasceve. Porque, en Semana Santa, las noches de Sevilla huelen a eso, a noches de Sevilla. Es algo inefable.
Julio Martínez Velasco