Que ser nazareno en Sevilla pesa lo suyo
lo saben todos los que lo son. Y que es la penitencia que se hace más a gusto,
también.
Julio Martínez Velasco |
¿Se puede sufrir esa penitencia por un simple capricho que tendría visos de
masoquismo? Sería pueril. En personas
inteligentes y formadas no cabe salir por simple admiración hacia la
hermandad. Ni cabe salir por vecindad o por amistad. La tradición de varias
generaciones comienza a pesar en la escala de motivaciones, pero aún no es
bastante, pues si no es creyente, mal
puede salir un adulto por complacer a su padre. No caben otros motivos
que los de la devoción, la promesa, la penitencia o la ascética de perfección.
Generalmente, una persona se vincula a una hermandad para toda la vida. Los
jóvenes de hoy, como los de ayer y los de siempre dan testimonio de la solidez
de su criterio alcanzando mayoría en las filas de nazarenos, realizando un acto
de piedad y de sacrificio con la mano
derecha, con el rostro cubierto para que no se entere la mano izquierda.
Esto y aún más, mucho más, es ser
nazareno en Sevilla, en esta ciudad cuyas procesiones suelen estar tachadas de fiestas profanas e,
incluso de frívolas, por gentes ignorantes de la verdad, que viven regiones
donde los nazarenos tal vez sean mercenarios. En Sevilla podemos aplicar la
frase tópica de que la procesión va por dentro. Exactamente detrás del antifaz.
Los nazarenos de Sevilla, cuando
procesionan, son asediados por una chiquillería de cualquier clase social, en
demanda de un caramelo. Las palabras nazareno y caramelo, ambas tetrasílabas y
asonantadas, se prestan a que la expresión, “Nazareno, dame un caramelo”, entonada
a compás, se haya estereotipado a lo largo de muchos años. Yo la vengo
escuchando desde mi infancia, hace ochenta años. Tan insólito fenómeno ha sido
explotado por quienes pretenden acusar de frivolidad a nuestras estaciones de penitencia. Intentemos explicarlo.
Que ser nazareno en Sevilla pesa lo suyo
lo saben todos los que lo son. Y que es la penitencia que se hace más a gusto,
también. Nazareno, costalero, capataz, músico o acólito, todos padecen en su
cuerpo los sufrimientos físicos de la fatiga, el cansancio, la sed o el sueño.
Cada elemento procesional gravita sobre ellos a su manera. Al nazareno, el
antifaz le crea una atmósfera densa e irrespirable, por la dificultad de
expulsión del anhídrido carbónico de la espiración a través del tejido, sobre
todo en los antifaces de terciopelo, gruesos y no traspirables. Tal clima
exacerba las molestias habituales del recorrido. Se extraña el cinturón de
espato que encorseta burdamente al nazareno. Acostumbrados a retener los pies
moldeados en los zapatos, se abren a consecuencia de la caminata efectuada a
pies descalzos, pues el tacto se sensibiliza extremadamente: el frío de los
mármoles, el calor de la cera derretida, la humedad de los charcos, el choque
con los cuerpos sólidos de la más varia naturaleza, la adhesión de objetos
pegajosos como papeles de caramelos o chicles abandonados, el escozor que
producen las puntas del cigarrillo negligentemente arrojadas son sensaciones
que repercuten en el ritmo respiratorio del nazareno, distrayendo su normalidad.
El peso del cirio alzado sobre la cintura o cualquier insignia de superior
gravidez o molesto contorno fatiga en proporción al tiempo que se soporte.
Apenas si se advierte en la primera media hora, a partir de entonces comienza a
molestar, a sentirse el incómodo peso, una hora después la fatiga se torna en
obsesionante, pasadas tres o cuatro horas se precisan verdaderos esfuerzos para
soportarlo, y trascurridas unas cinco o seis horas de estación, el antifaz
asfixia como manos que oprimieran el cuello, el esparto de la cintura aplasta
el torso inmovilizado y deseoso de inspiraciones profundas; las rodillas
entumecidas por no doblarlas y los pies abiertos y rendidos crean un clima de
cansancio en el nazareno que acrecienta la sed hasta el punto de convertirla en
la tortura de la estación penitencial. El recurso de humedecer la boca
disolviendo un caramelo, que tanto remueve a la chiquillería en su demanda, no
tiene otro objeto que paliar, muy débilmente por cierto, el tormento de la sed.
En el costalero, encerrado en el lóbrego
sótano de las andas y obligado a realizar un esfuerzo físico extraordinario,
inmerso en un ambiente de atmósfera enrarecida y empapado en sudor, la sed es
tan apremiante que tras ellos caminaba un pintoresco personaje, desaparecido ya
de la picaresca callejera: el aguador. Desde mi juventud lo recuerdo con su
cojincillo al hombro y sobre él un cántaro. Un cántaro, sí, como el que pintara
Velázquez en “El aguador de Sevilla”; un cántaro que es padre y señor de las
tallitas de barro blanco que, colgadas de sus dos asas, alternaban con las
macetas de albahaca en los aguaduchos;
un cántaro inconfundible, cuyo tapón de corcho estaba doblemente horadado por
dos cañas cortadas al bies, que lo traspasaban. Una, para verter el agua; la
otra, para que el cántaro respirase y el agua fluyera. Y al cinto, colgada, la
vasera con sus dos latas provistas de asa para saciar la urgente sed de los
costaleros.
Tras
una larga chicotá, la demanda de agua es inevitable. También lo es a las
primeras horas de la tarde, cuando el sol caldea y los pesados faldones de
terciopelo regatean, avaros, la ventilación. Después del imperativo: ”Ahí quedó” del capataz, cuando el paso
golpea secamente el duro suelo, adoquín
y asfalto se alzan los faldones y aparece el rostro enrojecido del costalero que demanda
imperioso: –“Amos a la latiya”, Y aquel aguador, sin prisa pero sin pausa
iniciaba la serie de faenas rituales que comprendía la evangélica acción de dar
de beber al sediento. Se acuesta el cántaro en el suelo o asienta su panza
sobre la punta del alpargatado pie; vierte un
chorrilllo de agua para enjuagar la lata –higiénica y rutinaria medida
de su oficio– y luego, con más “aire” y mayor distancia de la caña a la lata,
llena ésta con cierto tono de solemnidad. El costalero se la engulle de un
largo trago. Sus compañeros le acucian. De nuevo se repite la operación con la
misma cachaza, lo que obliga a los costaleros a increparle en demanda de una
mayor presteza. Beben tres o cuatro hombres, hasta que suena el primer golpe de martillo y el faldón cae
hasta el suelo como cualquier telón de teatro. El aguador se echa el cántaro al
hombro, dispuesto a caminar tras el paso. Él también hace su estación de
penitencia, porque un cántaro lleno pesa mucho más que una liviana cruz de
penitente. Y ese Crucificado que va encima del paso, sobre monte de claveles,
cuando Él lo disponga, llamará al aguador y le dirá; “Ven, bendito de mi Padre,
a entrar en posesión del reino que te tengo preparado desde la
creación del mundo, porque tuve sed y me diste de beber”.