domingo, 20 de diciembre de 2015

Ser nazareno en Sevilla (IV)


 Nada más que con vestirse, y al mirarse al espejo antes de salir, ya se siente uno distinto. Y cuando se sale a la calle para ir a la iglesia, ya se ha producido la transformación.

Quien no lo ha vivido no lo sabe. Vestirse y salir de nazareno, en una hermandad cualquiera de las de nuestra Semana Santa, no es sólo una practica religiosa, ni sólo un acto de fe y de devoción hacia cualquiera de nuestros cristos y nuestras vírgenes, ni sólo la celebración de un ritual sagrado. Vestirse y salir de nazareno, salir de casa y dirigirse al templo propio, ser listado civilmente, en voz alta, y encuadrado en su sitio justo en el tramo correspondiente, formar parte de la Cofradía de uno en la calle, integrarse anónimamente en un "desfile procesional" (¡Qué fea expresión! "Desfile". ¿Qué tendrán que ver los nazarenos con los militares?)…Todo ello constituye una de las vivencias más profundas y más marcadoras de la propia existencia que pueda sentir una persona común.

Saliendo de nazareno, uno se siente, al mismo tiempo, un ser único y una pieza más de un conjunto social selecto, compuesto por un conjunto limitado de gentes que han elegido -voluntaria, individual, racional y profundamente- la misma opción que aquella por la que uno se ha decantado, en una faceta tan básica de nuestra vida de sevillanos como es la adscripción a una hermandad, la selección de una manera específica de ligarse con lo Eterno, la identificación de Dios o de su Madre con un rostro y con una actitud concretas.

Nada más que con vestirse, y al mirarse al espejo antes de salir, ya se siente uno distinto. Y cuando se sale a la calle para ir a la iglesia, ya se ha producido la transformación. Fíjense en los andares de los nazarenos solitarios en el camino de ida: erguidos, enhiestos, con una mano en el antifaz y con un andar ligero y decidido, braceando airosos si no van agarrando la capa. A la ida, todos son jóvenes, ya sean altos o bajos, delgados o gordos, de cola o de capa, de ruan, de sarga, de lanilla o de terciopelo. Porque todos saben que, en las horas siguientes, van a hacer su particular conquista de la ciudad. Todos saben que en ese día y en esas horas se va a producir su individual triunfo en el logro de la atención y del asentimiento de las multitudes hacia aquello en lo que él cree y defiende. Todos saben que ese día son protagonistas, aunque anónimos, de un milagro colectivo.

Y al llegar a la iglesia, y quitarse el capirote, y reencontrarse cara a cara con los suyos, el sentido de pertenencia y la sensación de seguridad afloran por todos los poros de la piel. Y los ojos se iluminan, y las miradas cómplices se entrecruzan, y los abrazos son más de verdad, y los encuentros y las breves conversaciones mantenidas se guardan para siempre…Todo se desarrolla con voz queda, como entre quienes guardan y comparten seculares secretos esenciales. ¡Sabemos que somos de algo, que pertenecemos a algo que nos identifica y nos singulariza! ¡Sabemos que tenemos nuestro sitio allí y que ese sitio es respetado! ¡Sabemos que hasta se nos respeta más por ser de allí!

 Al abrirse las puertas y embocar la Cruz de Guía la salida, se siente el rumor de la expectación y se perciben en el aire la emoción de la espera y la exultación ante el encuentro inminente. Entonces, todos, ya cubiertos, yerguen la espalda y respiran hondo, ante la inmediatez de la inmersión en las venas de Sevilla. ¡Vamos a hacerlo bien, otro año más! ¡Otro año más, haciendo las cosas al amor de Sevilla!


José Rodríguez de la Borbolla 
Publicado en Diario de Sevilla 12-04-2014

jueves, 3 de diciembre de 2015

Ser nazareno en Sevilla (III)


 

Pero ser nazareno en Sevilla no es cosa de un día al año: es algo muchísimo más serio. Es pertenecer a una hermandad los trescientos sesenta y cinco días de cada año de su vida. Cada hermano le dedica el tiempo que puede o quiere; unos, con más aparente dedicación; otros, con más aparente intensidad. Y califico de aparente porque cada persona es un mundo y no hay dos seres humanos iguales, por lo que no podemos juzgar actitudes. Ahora, que cada corporación va teniendo su Casa de Hermandad, hay más miembros que la visitan. En la anterior generación, que no editaba boletines  periódicos y sólo disponía de unas precarias dependencias anejas al templo de su residencia, los hermanos se comunicaban menos entre sí y las hermandades “caminaban” a paso más lento. Hoy, todas atienden mucho más a la Caridad y  a la formación que en tiempos de nuestros padres y abuelos. Esto deberían conocerlo los críticos, porque las hermandades cuidan mucho la norma evangélica de no pregonar sus buenas obras, sino dar al prójimo con una mano sin que se entere la otra mano.

Es paradójico, pero es así y la realidad lo confirma: mientras mejor sea una obra humana, más detractores tiene. No debe extrañarnos, pues, que nuestras cofradías sufran las críticas de quienes no han sido capaces de comprenderlas en su total grandeza. Entre los extraños a la idiosincrasia sevillana hay quienes sólo perciben lo externo de nuestras estaciones penitenciales, llegando a tacharlas de desfiles ostentosos y, aún, irreverentes; sin duda, porque no han calado en el tesoro humano que guarda en su interior el temple cristiano de nuestras hermandades. Es el de estos detractores un punto de vista parcial, una deformación perspectivista y, por tanto, una verdad a medias, lo que equivale a una falsedad.

No se puede condenar tan alegremente el esplendor de culto de las cofradías, pues el Derecho Canónico nos define las asociaciones eclesiásticas puntualizando los fines principales y secundarios de cada una,  y así distingue las Órdenes Terceras, las cofradías y las Asociaciones Piadosas. Las Órdenes Terceras procuran, en rigor, la propia perfección a tenor y con la espiritualidad del Instituto Regular del que brotan. No suele ser primordial el sentido militante de conquista y acción. Las cofradías tienen por objeto el esplendor del culto, con el que suelen coexistir ciertos ejercicios de piedad e, incluso, de apostolado, pero sin carácter esencial. Las Asociaciones Piadosas se consagran a diversos ejercicios de piedad, de beneficencia o de apostolado.

Así, no sería procedente censurar a las cofradías el esplendor de sus cultos en el templo o en la calle, puesto que están realizando el fin primordial para el que fueron creadas. Pero los fines, canónicamente no esenciales de caridad y apostolado han tenido siempre en nuestras cofradías un relieve que los detractores de fuera y de dentro no han podido advertir, porque el sevillano cuando practica, la virtud de la caridad, lo hace como si tal cosa, sonriendo, disimulando para no herir la dignidad del recipiendario, quizás entre bromas y veras y, por supuesto, de revestirse de engolados arrebatos pseudoascéticos; precisamente para que la mano izquierda no se entere de lo que hace la derecha.

–Esto es muy problemático –pueden aducir los escépticos–; decir que se hace pero que no se ve es poco serio, por indemostrable.

Vamos a demostrarlo con unos botones de muestra. El camino más corto es detenerse en leer las Reglas de las cofradías, antiguas o modernas, para encontrar frecuentemente estatuídos compromisos de caridad. Por lo pronto, las cofradías de origen gremial –y son la mayoría de las creadas en los siglos XVI y XVII– tenían por finalidad, aparte del culto, la caridad para con  los agremiados, para quienes construían  sus propios hospitales.

Asomarse a la ventana del pasado histórico permite contemplar las cofradías con una amplitud de perspectiva de cuatro siglos, y tal visión aporta unos elementos de peso a la hora de enjuiciar la naturaleza de las cofradías sevillanas.   
Como ello es materia extensísima, escojamos como muestra la actividad de una sola cofradía en una sola generación de un determinado siglo. Por ejemplo, la del Cristo del Amor en unos años del siglo XVIII. En sus libros de Mayordomía leemos que, junto a un esplendor cultual que con toda propiedad calificamos  de dieciochesco en su acepción más lujosa, predominan noticias  que nos completan la realidad de lo que era la cofradía.

En efecto, en sus libros de cuentas vemos que en el año 1756 casi todos los ingresos se consumen en socorrer a los presos –principal actividad de esta hermandad y para lo cual fue fundada en el siglo XVI–, por disponerlo así sus Reglas, Y como estos gastos superaban a las cifras de ingresos normales, para cubrirlos se recurría a rifas de objetos tan curiosos como costales de trigo, juegos de ropa de cama, muebles diversos y hasta una ristra de ajos que, por cierto, produjo dieciocho reales de beneficio; además  instalación de alcancías en los mercados y posadas y explotación de una bolera en la plaza de Santa Catalina, que era lo que más recaudaba debido a la popularidad del juego de bolos.

Por otra parte, cada hermano tenía en su domicilio una alcancía, propiedad de la hermandad, cuya llave obraba en poder de ésta, con el compromiso de no dejar pasar un solo día sin echar un óbolo, aunque fuera un maravedí, para que los hermanos recordaran diariamente que había cristianos necesitados que padecían hambre, sed, enfermedad y privación de libertad en las prisiones, y la obligación  de todo cristiano, para su propia salvación de socorrerlos, viendo en ellos a Cristo que pasó sed, cautiverio y crucifixión.

También  en los libros de cuentas aparecen  abundantes datos de que la hermandad sacaba a los hermanos a la calle a pedir limosnas, casa por casa, a fin de juntar fianzas para comprar la libertad de los presos.

El año 1777 y en correspondencia a un señalado favor que la Hermandad del Amor hizo a la de la Columna y Azotes, ésta hizo a aquella un generoso donativo en garbanzos, pan, carne, tocino, habas, trigo y cebada para repartir entre los encarcelados, en cuyo año citan los libros de cuentas que la Hermandad del Amor repartía. 2,177 comidas en la cárcel, donde los presos pasaban hambre y hasta morían de escorbuto y otras enfermedades causadas por deficiencias dietéticas e higiénicas.

Podríamos seguir aportando interminables testimonios que definen la naturaleza de las cofradías sevillanas y de las buenas obras que realizan con la mano que no se ve. Después de estos testimonios, si a la hora de sacar a la calle a la Madre de Dios y Madre nuestra, la piropean con el corazón y con la boca, ¡benditos piropos!, no sea esto causa de escándalo. Conózcase el fondo de la verdad y no se juzgue por estas expansiones jubilosas de amor filial una obra de cuatro siglos, basada en un rigor evangélico tan antiguo como moderno porque es invariable.

Julio Martínez Velasco