viernes, 10 de junio de 2016

Las infantiles cruces de mayo




 Como nosotros, docenas de grupos de chiquillos “procesionaban” las tardes de mayo, sobre todo en jueves y domingos, que eran de descanso escolar, tanto por el centro, como por todos los barrios sevillanos.

Desde que tengo uso de razón, he comprobado cómo los juegos   infantiles, trascurrida, ya,  la Semana Santa, rompían los límites domésticos y, agrupados en pandillas, se echaban ala calle… ¡A jugar a las cofradías!

En efecto, como el eco de una voz poderosa que se adivina en el silencio consiguiente, reducido el volumen, apagada la intensidad, el niño sevillano realiza la réplica cofradiera de sus padres. En todas las esferas humanas, el niño es el eco del hombre, su    elemental mimetismo le impele a imitar al padre. Y como el niño, en abril, abre al máximo sus cinco sentidos, para que en su mente se graben las pintorescas impresiones sensoriales que le dejaron las procesiones, el eco resuena en mayo a través de sus sugerentes “cruces”. Ha vibrado la infancia ante los elementos externos de las procesiones penitenciales; hemos visto cómo  sus ojos se prendían, como mariposas, en las llamas ondulantes de los cirios; sus oídos se llenaban de ritmos tamborileros, floridos en su virtuosa ejecución. El caminar acompasado de los pasos embelesaba al niño. Y  envidiaba a los nazarenos que portaban la cruz de guía, el senatus, la bandera, las varas; todo ese mundo cofradiero, inevitablemente sugestivo, hervía en el interior del niño, pugnando por expresarse.  Como por ley natural surgía la asociación de una docena de chavales y en un periquete, con la facilidad con que se organiza un juego, se improvisaba una cofradía. Con sólo revolver en los desvanes, –afanosa búsqueda de cachivaches olvidados en cuartos trasteros–, los niños hallaban los elementos para montar una procesión, a cambio de quebrar la paz, ilusionada de eternidad, de los muebles mutilados.

Y en los largos crepúsculos de mayo se realizaba el infantil  objetivo. Acaso los adultos olvidemos, porque nuestra mente está colmada de problemas de supervivencia, esos valores humanos que la infancia, sin prejuicios, nos expresaba espontáneamente.

En cualquier calle sevillana, de pronto, al doblar una esquina, surgía la sorpresa: una “cruz de mayo” circulaba lentamente entre peatones apresurados que, como hormigas, no sabían a ciencia cierta a dónde iban ni de dónde venían; entre automóviles con el motor acelerado en  busca de un espacio vital para recorrer una senda callejera sin destino.  Aquellos niños sí sabían a dónde iban, sí poseían consciencia de lo que querían. Su meta era la calle misma; su fin, el cumplimiento de una ilusión.

De aquellos abuelos nuestros, que en su infancia jugaban a cofradías, salieron quienes, adultos ya, fueron priostes, mayordomos, diputados, consiliarios y hasta hermanos mayores de nuestras penitenciales corporaciones. Y tal juego fue pasando de generación en generación, porque yo mismo, hace muchos, muchos años, allá por la primera mitad del último siglo del segundo milenio nada menos –exactamente en 1937–, mis ojos de  niño también se prendieron, como mariposas, en las llamas de los cirios de las procesiones de Semana Santa; mis oídos se llenaron de ritmos tamboreros y envidié al nazareno que portaba la cruz de guía. Y al llegar mayo, yo saqué una cruz  por las calles próximas a mi casa, en compañía de una docena de vecinitos y vecinitas –estas, para pedir la consabida perrita–, que colaboraron en la misma afanosa búsqueda  de cachivaches olvidados en cuartos trasteros. Un pasito hecho con una desvencijada mesa de cocina, con sus faldones de papel azul de bobina; una cruz de listones toscamente claveteados, forrada a base de envolturas de chocolatinas que incluían estampita para pegar  en un álbum, y dos cuartas de venda estéril por sudario. En las cuatro esquinas de mi cuna, al sitio de cuatro angelitos, cuatro velitas de esperma que se apagaban a cada ráfaga de brisa, hasta acabar con los fósforos de cera de la caja de la Arrendataria.

Y salimos del zaguán de una casa de la calle Carlos Cañal, para seguir por Albareda y entrar en la “carrera oficial” por Sierpes y Plaza de San Francisco, para atravesar el arquillo del Ayuntamiento –esto, con extremada solemnidad, porque el interior del arquillo era nuestra “catedral”, a la que íbamos a hacer la estación– y cruzando la Plaza Nueva, volver a Carlos Cañal por calle Bilbao.

Como nosotros, docenas de grupos de chiquillos “procesionaban” las tardes de mayo, sobre todo en jueves y domingos, que eran de descanso escolar, tanto por el centro, como por todos los barrios sevillanos.

Porque en esa barahúnda sacro–profana que es una “cruz de mayo” en ese aletear de pichones en derredor de un nido, todos querían ser fiscales de paso, todos se turnaban para tomar en sus manos, solemnemente, la cruz de guía, todos pugnaban por hacer de costaleros sin costal, de capataz sin terno negro de respeto –con los nudillos por llamador–, de portar el estandarte de papel  manila, que mostraba en su centro la estampa de una Virgen impresa en cuatricromía, engalanada –¿desengalanada?– con  purpuríneos aditamentos supuestamente barrocos, y pegada sobre el papel con casero engrudo, que volaba a la menor brisa de la marea; o el senatus, rotulado toscamente con carbón y concluido con borlas colgantes de guita de yute. Recuerdo uno que el chavea que lo escribió sabía que la “q” va siempre seguida de la “u” y así forma letra, y escribió, “SPQUR”.

Julio Martínez Velasco

sábado, 16 de abril de 2016

Estética del olfato


 Porque, en Semana Santa, las noches de Sevilla huelen  a eso, a noches de Sevilla. Es algo inefable.

El sevillano reconoce el axioma de que toda sensación de belleza ha de penetrar en el cerebro por medio de los sentidos. Así han nacido todas las artes.

Sevilla, una ciudad netamente artística, por esas consideraciones previas que hemos esbozado sobre el espíritu de los sevillanos, se ha afanado, como todo pueblo culto, en conseguir una manifestación  artística tal que fuese síntesis de todas las Artes y por ello, a fin de alcanzar el máximo nivel de sensaciones estéticas no ha despreciado el olfato. Ha trasladado a este sentido, del limitado ámbito de la intimidad individual al amplio campo espectacular de masas. Ha  creado un arte para que toda una muchedumbre perciba una sucesión de aromas; un goce que ha de secundar y completar los inefables goces de la vista y el oído en su más original síntesis artística.

Entre las innumerables sensaciones bellas que produce la Semana Santa de Sevilla el olfato ocupa un destacado lugar como vehículo de percepción. Todos los perfumes agradables se dan cita en la primavera sevillana y aún el sentido artístico de los sevillanos ha conseguido una maravillosa conjunción de goces olfativos como signo palmario de esa plenitud artística. Me refiero al  paso de palio. La Virgen Dolorosa camina por las calles de Sevilla embriagada de placenteras sensaciones, como si sus hijos del pueblo quisieran consolarla en su tremendo dolor. Se le exorna un trono itinerante con un refinamiento artístico dable sólo entre espíritus de estrecha selección. Un paso de palio, como dijo el padre Cué, es toda una lección de estética. Sevilla le prepara a la Virgen un camino agradable por la calle de la amargura: le ofrece el supremo recreo terrenal de la vista, la deleita con las más emotivas melodías y, sobre todo –y esto es lo que ahora nos interesa–, la embriaga con los más selectos perfumes de la naturaleza. Su paso está materialmente cubierto de flores. Pero no se la cubre de flores para que admire la policromía de sus corolas, porque si así fuere llevaría flores vistosas, de positiva belleza aunque de escaso aroma. No, no lleva flores porque sean bonitas. El deseo de los sevillanos es que la Virgen goce también aspirando los naturales perfumes. Por eso le cubre de rosas, azahares o claveles, el suelo  simbólico por donde marcha camino del Calvario, para que perciba, embelesada, esa síntesis de aromas de celestial sutileza. Pero no basta. Todas las flores de la Tierra es mínima ofrenda para que  se la tribute Sevilla a su Reina. También llena su paso de cirios, hasta que no quepan más. Pero no de velas de sebo o de esperma, sino cirios de cera pura de abejas que, además de iluminarla, la perfume con ese aroma indescriptiblemente grato de su consumición.

¿Está ya conseguida la armónica síntesis de todos los perfumes? Aún no, pues todavía resta ofrecer el más delicado obsequio al purísimo olfato de María. Y ante el paso varios acólitos turiferarios elevan, en su vigoroso balanceo, densas nubes del aroma regio, el litúrgico incienso que ha de mezclarse con el de las flores y el de la cera. Todavía se le impregnan toca, saya y pañuelo con las más preciadas esencias de la industria perfumera.

Esta es la aromática ofrenda que los sevillanos brindan  a su Señora para tratar de paliarle el atroz sufrimiento que le produce contemplar la Pasión  de su divino Hijo. Pero aún  Sevilla como  ciudad, como naturaleza, como inconsciente, le regala el perfumado embrujo de la primavera y el paradisiaco perfume de sus noches de luna llena de Parasceve. Porque, en Semana Santa, las noches de Sevilla huelen  a eso, a noches de Sevilla. Es algo inefable.

Julio Martínez Velasco

jueves, 3 de marzo de 2016

En Sevilla hubo dos Hermandades de La Borriquita


Durante más de un siglo, dos hermandades de penitencia sevillanas rememoraban simultáneamente el gozoso misterio de la Entrada de Jesús en Jerusalén.

No piense quien  esto lea en que hay error o confusión en el título, pues tal afirmación responde a la  curiosa y poco conocida circunstancia de que en la antigüedad, y durante más de un siglo, dos hermandades de penitencia sevillanas rememoraban simultáneamente el gozoso misterio de la Entrada de Jesús en Jerusalén.

En la actualidad no es tan frecuente, como en tiempos pretéritos, encontrar varias imágenes con la misma advocación.  Salvo las cuatro que llevan el sevillanísimo nombre de Esperanza, las tres de la Soledad, las dos de la Palma y las dos de la Gracia, no acuden, en el instante de escribir estas líneas, a mi envejecida memoria otras destacadas coincidencias. En cuanto a las advocaciones cristíferas la  Buena Muerte la Salud y las Penas vienen con presteza al recuerdo. Como los Jesús Nazareno del Silencio y de la O. En misterios conmemorativos destaca los situados en el huerto de los olivos, en el que a dos hermandades veteranas, Montesión y Prendimiento se les ha unido, en el reciente pasado siglo, la del  Beso de Judas, lo que suma  hasta tres olivos procesionantes.

Pero hubo un tiempo  en  que en Sevilla coincidieron dos hermandades de la Borriquita; una, la actual de la Sagrada Entrada en Jerusalén que, en 1618, se unió a la del Cristo del Amor, como sigue en la actualidad, y otra, la titulada, Entrada Triunfante de Nuestro Señor Jesucristo en Jerusalén, Nuestra Señora del Desamparo y San Sebastián mártir, emplazada en un hospital existente en el antiguo barrio de San Sebastián, hoy desaparecido.  

Este barrio lo formaba una extensa población asentada a la orilla del Guadalquivir en su margen trianera, cerca del lugar conocido por el nombre de Puerto Camaronero, frente a la Torre del Oro y la confluencia del Tagarete. Limitaba al norte con el actual templo de los Paules, en calle Pagés del Corro, esquina a Salado, y al sur con el antiguo templo del convento de los Remedios, en la actual plaza de Cuba.

En dicho barrio, que se despobló definitivamente hará dos siglos, a causa de los repetidos azotes de las inundaciones desencadenadas durante el último cuarto del siglo XVIII y el primero del XIX, existía, desde tiempo inmemorial, una Hermandad que rendía culto a San Sebastián, y que gozó de prosperidad, pues unas huertas, un  naranjal y otras tierras sembradas anejas eran de su propiedad y mantenía hospital propio, hasta que fue, con el tempo, reduciendo sus rentas y hubo de cerrar el hospital, dedicándose sólo al culto de San Sebastián, por lo que decreció en gran medida el número de sus hermanos.

Un grupo  de  religiosos de la orden de San Francisco de Paula, según informa Ortiz de Zúñiga, procedentes  de su convento de Écija, establecieron uno en la collación de San Miguel, en 1612, de la que se trasladaron, en 1615, a la capilla y hospital trianero de San Sebastián, con la complacencia de la Hermandad que, así, pronosticaba  mayores horizontes a su vida piadosa, pues los nuevos religiosos levantaron un templo en el que rendían culto a Nuestra Señora, bajo la advocación de la Victoria, donde nació, a mediados del siglo XVII, esta hermandad trianera de la “Borriquita” que, según el historiador Bermejo, aprobó sus Reglas en 1666. Dos años después se fusionaba con la hermandad de San Sebastián, que volvió a arrastrar lánguida y tibia existencia, ocupando su capilla, que estaba situada al fondo del templo, del lado del Evangelio y debajo del coro;  en su altar, de dos cuerpos, el principal exponía a la veneración de los fieles las imágenes titulares de Jesús Entrante en Jerusalén y María Santísima del Desamparo. Y en el cuerpo superior, la imagen de San Sebastián asaeteado.

 Supone Bermejo que esta cofradía de la Entrada Triunfante en Jerusalén haría estación de penitencia al templo de Santa Ana, como todas las del arrabal trianero, y que la efectuaría el Domingo de Ramos, al igual que lo hacía y lo sigue haciendo la sevillana del gremio de medidores de la Alhóndiga, Sagrada Entrada en Jerusalén, pues no figuraba consignada  en el llamamiento que se hacía el Martes Santo, para que efectuaran su estación todas las cofradías sevillanas en el, entonces, triduo sacro procesional, formado por Miércoles, Jueves y Viernes Santos, pues el Sábado ya se consideraba glorioso.

Entre los escasísimos datos  existentes de esta hermandad trianera, pues los de fuentes anteriores a Bermejo los recoge este paciente historiador de las “Glorias Religiosas de Sevilla” y las posteriores a 1882, en su mayoría beben del citado  estudio, hay  constancia de haber efectuado su estación en diversos años de la segunda mitad del siglo XVIII, hasta el de 1787, que fue la última vez que consta haberla hecho. Si a partir de este año dejo de efectuarla, nunca llegaría a hacer estación a la Catedral, pues la primera  que se arriesgó a cruzar el peligroso, por inestable, puente de  barcas, en meses tan lluviosos y, por ende, de río tan crecido y caudaloso, como marzo o abril, fue, como es bien notorio y aún quedan muestras gráficas de ello la Hermandad de Nuestra Señora de la O.

Con la destrucción del convento de la Victoria durante la invasión francesa, se perdieron sus pasos y el misterio de la Entrada Triunfante de Jesucristo en Jerusalén, salvándose sólo las imágenes que, en la exclaustración de 1835 hubo que trasladarlas al templo conventual de Los Remedios, en el que no pudo recuperarse, hasta que desaparecieron del mismo a causa de la Revolución de septiembre de 1868, no existiendo noticia del paradero de sus imágenes y enseres. Así, pues,  desde 1666, año en que le fueron aprobadas sus Reglas, existían en Sevilla dos hermandades de la Entrada en Jerusalén, la sevillana y la trianera, que estuvieron haciendo estación, simultáneamente, aunque sin encontrarse, porque el río las separaba, hasta 1787. Tal coincidencia es sumamente curiosa, porque ¿Cómo recibiría la churumbelería de las cavas trianeras a su “Borriquita”?    

Julio Martínez Velasco  

lunes, 1 de febrero de 2016

El traslado de las imágenes


 

Para trasladar una imagen devota de un sitio a otro, nada como Sevilla. En eso, el sevillano se pinta solo. Es su debilidad.

Ser nazareno en Sevilla, todo el año, es algo muy serio pues, aunque trajine entre objetos de culto y procesionales, u ocupen su atención asuntos de urgente solución, como, por ejemplo, el dorado de las maderas envejecidas, el pase del bordado a nuevo terciopelo o el cincelado de la plata, quehaceres que acaparan la atención de su mente y las horas todas de su ocio, el inicio de la primavera presentida despabila a muchos cofrades y los aproxima a la casa de Hermandad. Allí, entre sus manos pasan mil objetos litúrgicos que contemplan con delectación; son las cosas personales, íntimas de su Cristo o de su Virgen, Pero llega un día en que tales ocupaciones pasan a un lugar secundario, porque quienes van a pasar materialmente por sus manos son nada menos que las imágenes que representan los polos de su veneración. Hay que quebrar la inmovilidad de los altares y trasladarlas.

Ser nazareno en Sevilla, todo el año, es algo muy serio pues, aunque trajine entre objetos de culto y procesionales, u ocupen su atención asuntos de urgente solución, como, por ejemplo, el dorado de las maderas envejecidas, el pase del bordado a nuevo terciopelo o el cincelado de la plata, quehaceres que acaparan la atención de su mente y las horas todas de su ocio, el inicio de la primavera presentida despabila a muchos cofrades y los aproxima a la casa de Hermandad. Allí, entre sus manos pasan mil objetos litúrgicos que contemplan con delectación; son las cosas personales, íntimas de su Cristo o de su Virgen, Pero llega un día en que tales ocupaciones pasan a un lugar secundario, porque quienes van a pasar materialmente por sus manos son nada menos que las imágenes que representan los polos de su veneración. Hay que quebrar la inmovilidad de los altares y trasladarlas.

Para trasladar una imagen devota de un sitio a otro, nada como Sevilla. En eso, el sevillano se pinta solo. Es su debilidad.

El primer traslado suele efectuarse, generalmente, desde el altar fijo al altar de cultos –quinario para los Cristos, septenario para las Vírgenes–, que la mayoría de las veces se celebran en el altar mayor y en retablo montado por la hermandad.
Constituye el primer aldabonazo serio que anuncia haber llegado la hora de la verdad, la de los cultos anuales, punto previo de reflexión de los hermanos ante la ya próxima estación de penitencia, o Gran Traslado de las imágenes. Es la síntesis de una procesión. Si es Nazareno o Virgen y va en andas, los hermanos han de sincronizar el paso como costaleros sin costal. Si es Crucificado y va en hombros, ah, qué peso tan grato el del cuerpo muerto del Cristo; qué abrazo material, corpóreo, palpable a la cruz, a la imagen visible de la cruz, porque la cruz a la que debe abrazarse el cristiano es la de la voluntad de Dios y no la del madero. Pero como la receptividad del ser humano necesariamente ha de venir por vía sensorial, cómo mueve al ascetismo el traslado de la imagen  de Cristo.

Este diálogo que todo el año sostiene el cofrade con su Dios, de tipo casi místico halla materialización el día del traslado. La imagen es descendida del altar, queda a la altura humana, la altura del diálogo fácil, familiar se la ve mucho más de cerca, respetuosamente se la toca con las manos, se limpia, se cuida, se mima; se le habla con una sinceridad aplastante. Como Dios quiere que le hablemos, como nos enseñó en el Padrenuestro: de tú y como a Padre

Algunas hermandades efectúan en privado la operación, sin ceremonia, a puerta cerrada, en una intimidad claustral. Otras realizan el traslado precedido de besamanos y acuden los íntimos, los de siempre, acompañados de sus esposas, y las camareras que han de vestir a la Virgen y a San Juan, el paciente testigo. Allí se guarda compostura y respeto al lugar sagrado, pero se permiten pequeñas licencias, como hablar en voz alta o dar una carrerita en busca de la maroma; quizás reír de un incidente imprevisto. Allí fluyen en cascada los piropos a la Virgen. “que está guapa de todas formas”, aunque lleve al descubierto el peculiar tinglado que sostiene el artificio de esa forma tan original de vestir a las Dolorosas sevillanas, con atuendo de Reina de España en el siglo XVI, el de la fundación de la mayoría de las cofradías. Y no llaman la atención los hierros, los palos o los papeles con que se puede dar volumen a los pliegues de la ropa. Otras hermandades portan sus imágenes en andas y procesionan por las naves del templo en el que residen. O rezan un sentido vía crucis con el Crucificado a hombros, deteniéndose en las catorce estaciones del templo. Y las que residen en pequeñas capillas privadas, trasladan sus imágenes, en andas, a su templo parroquial. Su paso por las calles es motivo de fiesta popular, colgando balcones y acudiendo el barrio en masa.

Si el traslado al altar de cultos anuales, que suele ser el altar mayor, es el de la sorpresa, porque hace diez meses que no se ve a la venerada imagen tan de cerca y las impresiones parecen sorprender por inesperadas, aunque sean  las mismas todos los años, el traslado al paso es más íntimo y mucho más importante por deseado. Maromas y polipastos, escaleras y focos de luz crean un clima suspensivo profundamente grato. Es una función transmitida, heredada y semejante, primavera tras primavera. El paso está dispuesto en la nave como un estuche en cuyo centro ha de ser colocada la joya. Si es un Crucificado que aguarda sobre los hombros de los cofrades como en un Descendimiento: entonces es cuando se le descubren nuevos rasgos de dolor a la expresión del Cristo, y vienen los remordimientos de conciencia, la contrición, la llamada universal de la Redención. Ese momento de ensimismamiento, casi éxtasis místico lo quiebra una voz potente y seca que ordena: –“¡Vamo ayá!”– y la maroma se enrosca en la cruz como la serpiente mosaica. Allá arriba, en juego de polipastos, cambia el sentido de la soga y en el extremo de ella alguien juega a campanero tirando con el mayor cuidado del mundo. Diez, doce manos se abrazan a la cruz y ésta asciende: la primera Ascensión del Señor tras su muerte terrenal. Todos los ojos fijos en el Cristo con los brazos abiertos en disposición de abrazarnos. En el paso hay una figura en pie. No es un sayón escapado de un misterio que pretendiera volver a crucificar al Nazareno; es un hombre en mangas de camisa, expectante y trémulo. Chirrían las poleas en las alturas de las bóvedas como aves nocturnas. Cristo pendulea levemente, flota en el espacio como si los pliegues del sudario los moviera el aire quieto del templo. Al fin, el que aguarda sobre el paso se abraza a la cruz. Ya está en su sitio. Desciende, se calza y se afirma. Y se le pregunta familiarmente: –“¿Estás bien?”.  Ya lo creo que está bien; y muy a gusto. Si está en su sitio. Si los Cristos de Sevilla han sido tallados para estar en el paso y para ser trasladados a la Catedral y regreso, al paso acompasado y uniforme –humano– casi eurítmico, de los costaleros.

Realizada la operación, qué vibrantes expresiones de sosiego  satisfacción, a de aquella docena de personas; qué diálogos mudos en esos instantes de silencio; que cambio de miradas entre el Cristo y el Prioste: coloquio espiritual que nadie más que los dos comprenden. Como que sólo Dios sabe lo que un prioste puede llegar a quererle.

El primer traslado suele efectuarse, generalmente, desde el altar fijo al altar de cultos –quinario para los Cristos, septenario para las Vírgenes–, que la mayoría de las veces se celebran en el altar mayor y en retablo montado por la hermandad.

Constituye el primer aldabonazo serio que anuncia haber llegado la hora de la verdad, la de los cultos anuales, punto previo de reflexión de los hermanos ante la ya próxima estación de penitencia, o Gran Traslado de las imágenes. Es la síntesis de una procesión. Si es Nazareno o Virgen y va en andas, los hermanos han de sincronizar el paso como costaleros sin costal. Si es Crucificado y va en hombros, ah, qué peso tan grato el del cuerpo muerto del Cristo; qué abrazo material, corpóreo, palpable a la cruz, a la imagen visible de la cruz, porque la cruz a la que debe abrazarse el cristiano es la de la voluntad de Dios y no la del madero. Pero como la receptividad del ser humano necesariamente ha de venir por vía sensorial, cómo mueve al ascetismo el traslado de la imagen  de Cristo.

Este diálogo que todo el año sostiene el cofrade con su Dios, de tipo casi místico halla materialización el día del traslado. La imagen es descendida del altar, queda a la altura humana, la altura del diálogo fácil, familiar se la ve mucho más de cerca, respetuosamente se la toca con las manos, se limpia, se cuida, se mima; se le habla con una sinceridad aplastante. Como Dios quiere que le hablemos, como nos enseñó en el Padrenuestro: de tú y como a Padre

Algunas hermandades efectúan en privado la operación, sin ceremonia, a puerta cerrada, en una intimidad claustral. Otras realizan el traslado precedido de besamanos y acuden los íntimos, los de siempre, acompañados de sus esposas, y las camareras que han de vestir a la Virgen y a San Juan, el paciente testigo. Allí se guarda compostura y respeto al lugar sagrado, pero se permiten pequeñas licencias, como hablar en voz alta o dar una carrerita en busca de la maroma; quizás reír de un incidente imprevisto. Allí fluyen en cascada los piropos a la Virgen. “que está guapa de todas formas”, aunque lleve al descubierto el peculiar tinglado que sostiene el artificio de esa forma tan original de vestir a las Dolorosas sevillanas, con atuendo de Reina de España en el siglo XVI, el de la fundación de la mayoría de las cofradías. Y no llaman la atención los hierros, los palos o los papeles con que se puede dar volumen a los pliegues de la ropa. Otras hermandades portan sus imágenes en andas y procesionan por las naves del templo en el que residen. O rezan un sentido vía crucis con el Crucificado a hombros, deteniéndose en las catorce estaciones del templo. Y las que residen en pequeñas capillas privadas, trasladan sus imágenes, en andas, a su templo parroquial. Su paso por las calles es motivo de fiesta popular, colgando balcones y acudiendo el barrio en masa.

Si el traslado al altar de cultos anuales, que suele ser el altar mayor, es el de la sorpresa, porque hace diez meses que no se ve a la venerada imagen tan de cerca y las impresiones parecen sorprender por inesperadas, aunque sean  las mismas todos los años, el traslado al paso es más íntimo y mucho más importante por deseado. Maromas y polipastos, escaleras y focos de luz crean un clima suspensivo profundamente grato. Es una función transmitida, heredada y semejante, primavera tras primavera. El paso está dispuesto en la nave como un estuche en cuyo centro ha de ser colocada la joya. Si es un Crucificado que aguarda sobre los hombros de los cofrades como en un Descendimiento: entonces es cuando se le descubren nuevos rasgos de dolor a la expresión del Cristo, y vienen los remordimientos de conciencia, la contrición, la llamada universal de la Redención. Ese momento de ensimismamiento, casi éxtasis místico lo quiebra una voz potente y seca que ordena: –“¡Vamo ayá!”– y la maroma se enrosca en la cruz como la serpiente mosaica. Allá arriba, en juego de polipastos, cambia el sentido de la soga y en el extremo de ella alguien juega a campanero tirando con el mayor cuidado del mundo. Diez, doce manos se abrazan a la cruz y ésta asciende: la primera Ascensión del Señor tras su muerte terrenal. Todos los ojos fijos en el Cristo con los brazos abiertos en disposición de abrazarnos. En el paso hay una figura en pie. No es un sayón escapado de un misterio que pretendiera volver a crucificar al Nazareno; es un hombre en mangas de camisa, expectante y trémulo. Chirrían las poleas en las alturas de las bóvedas como aves nocturnas. Cristo pendulea levemente, flota en el espacio como si los pliegues del sudario los moviera el aire quieto del templo. Al fin, el que aguarda sobre el paso se abraza a la cruz. Ya está en su sitio. Desciende, se calza y se afirma. Y se le pregunta familiarmente: –“¿Estás bien?”.  Ya lo creo que está bien; y muy a gusto. Si está en su sitio. Si los Cristos de Sevilla han sido tallados para estar en el paso y para ser trasladados a la Catedral y regreso, al paso acompasado y uniforme –humano– casi eurítmico, de los costaleros.

Realizada la operación, qué vibrantes expresiones de sosiego  satisfacción, a de aquella docena de personas; qué diálogos mudos en esos instantes de silencio; que cambio de miradas entre el Cristo y el Prioste: coloquio espiritual que nadie más que los dos comprenden. Como que sólo Dios sabe lo que un prioste puede llegar a quererle.

Julio Martínez Velasco