sábado, 16 de abril de 2016

Estética del olfato


 Porque, en Semana Santa, las noches de Sevilla huelen  a eso, a noches de Sevilla. Es algo inefable.

El sevillano reconoce el axioma de que toda sensación de belleza ha de penetrar en el cerebro por medio de los sentidos. Así han nacido todas las artes.

Sevilla, una ciudad netamente artística, por esas consideraciones previas que hemos esbozado sobre el espíritu de los sevillanos, se ha afanado, como todo pueblo culto, en conseguir una manifestación  artística tal que fuese síntesis de todas las Artes y por ello, a fin de alcanzar el máximo nivel de sensaciones estéticas no ha despreciado el olfato. Ha trasladado a este sentido, del limitado ámbito de la intimidad individual al amplio campo espectacular de masas. Ha  creado un arte para que toda una muchedumbre perciba una sucesión de aromas; un goce que ha de secundar y completar los inefables goces de la vista y el oído en su más original síntesis artística.

Entre las innumerables sensaciones bellas que produce la Semana Santa de Sevilla el olfato ocupa un destacado lugar como vehículo de percepción. Todos los perfumes agradables se dan cita en la primavera sevillana y aún el sentido artístico de los sevillanos ha conseguido una maravillosa conjunción de goces olfativos como signo palmario de esa plenitud artística. Me refiero al  paso de palio. La Virgen Dolorosa camina por las calles de Sevilla embriagada de placenteras sensaciones, como si sus hijos del pueblo quisieran consolarla en su tremendo dolor. Se le exorna un trono itinerante con un refinamiento artístico dable sólo entre espíritus de estrecha selección. Un paso de palio, como dijo el padre Cué, es toda una lección de estética. Sevilla le prepara a la Virgen un camino agradable por la calle de la amargura: le ofrece el supremo recreo terrenal de la vista, la deleita con las más emotivas melodías y, sobre todo –y esto es lo que ahora nos interesa–, la embriaga con los más selectos perfumes de la naturaleza. Su paso está materialmente cubierto de flores. Pero no se la cubre de flores para que admire la policromía de sus corolas, porque si así fuere llevaría flores vistosas, de positiva belleza aunque de escaso aroma. No, no lleva flores porque sean bonitas. El deseo de los sevillanos es que la Virgen goce también aspirando los naturales perfumes. Por eso le cubre de rosas, azahares o claveles, el suelo  simbólico por donde marcha camino del Calvario, para que perciba, embelesada, esa síntesis de aromas de celestial sutileza. Pero no basta. Todas las flores de la Tierra es mínima ofrenda para que  se la tribute Sevilla a su Reina. También llena su paso de cirios, hasta que no quepan más. Pero no de velas de sebo o de esperma, sino cirios de cera pura de abejas que, además de iluminarla, la perfume con ese aroma indescriptiblemente grato de su consumición.

¿Está ya conseguida la armónica síntesis de todos los perfumes? Aún no, pues todavía resta ofrecer el más delicado obsequio al purísimo olfato de María. Y ante el paso varios acólitos turiferarios elevan, en su vigoroso balanceo, densas nubes del aroma regio, el litúrgico incienso que ha de mezclarse con el de las flores y el de la cera. Todavía se le impregnan toca, saya y pañuelo con las más preciadas esencias de la industria perfumera.

Esta es la aromática ofrenda que los sevillanos brindan  a su Señora para tratar de paliarle el atroz sufrimiento que le produce contemplar la Pasión  de su divino Hijo. Pero aún  Sevilla como  ciudad, como naturaleza, como inconsciente, le regala el perfumado embrujo de la primavera y el paradisiaco perfume de sus noches de luna llena de Parasceve. Porque, en Semana Santa, las noches de Sevilla huelen  a eso, a noches de Sevilla. Es algo inefable.

Julio Martínez Velasco

No hay comentarios:

Publicar un comentario