Para trasladar una imagen devota de un
sitio a otro, nada como Sevilla. En eso, el sevillano se pinta solo. Es su
debilidad.
Ser nazareno en Sevilla, todo el año, es
algo muy serio pues, aunque trajine entre objetos de culto y procesionales, u
ocupen su atención asuntos de urgente solución, como, por ejemplo, el dorado de
las maderas envejecidas, el pase del bordado a nuevo terciopelo o el cincelado
de la plata, quehaceres que acaparan la atención de su mente y las horas todas
de su ocio, el inicio de la primavera presentida despabila a muchos cofrades y
los aproxima a la casa de Hermandad. Allí, entre sus manos pasan mil objetos
litúrgicos que contemplan con delectación; son las cosas personales, íntimas de
su Cristo o de su Virgen, Pero llega un día en que tales ocupaciones pasan a un
lugar secundario, porque quienes van a pasar materialmente por sus manos son
nada menos que las imágenes que representan los polos de su veneración. Hay que
quebrar la inmovilidad de los altares y trasladarlas.
Ser nazareno en Sevilla, todo el año, es
algo muy serio pues, aunque trajine entre objetos de culto y procesionales, u
ocupen su atención asuntos de urgente solución, como, por ejemplo, el dorado de
las maderas envejecidas, el pase del bordado a nuevo terciopelo o el cincelado
de la plata, quehaceres que acaparan la atención de su mente y las horas todas
de su ocio, el inicio de la primavera presentida despabila a muchos cofrades y
los aproxima a la casa de Hermandad. Allí, entre sus manos pasan mil objetos
litúrgicos que contemplan con delectación; son las cosas personales, íntimas de
su Cristo o de su Virgen, Pero llega un día en que tales ocupaciones pasan a un
lugar secundario, porque quienes van a pasar materialmente por sus manos son
nada menos que las imágenes que representan los polos de su veneración. Hay que
quebrar la inmovilidad de los altares y trasladarlas.
Para trasladar una imagen devota de un
sitio a otro, nada como Sevilla. En eso, el sevillano se pinta solo. Es su
debilidad.
El primer traslado suele efectuarse,
generalmente, desde el altar fijo al altar de cultos –quinario para los
Cristos, septenario para las Vírgenes–, que la mayoría de las veces se celebran
en el altar mayor y en retablo montado por la hermandad.
Constituye el primer aldabonazo serio que
anuncia haber llegado la hora de la verdad, la de los cultos anuales, punto
previo de reflexión de los hermanos ante la ya próxima estación de penitencia,
o Gran Traslado de las imágenes. Es la síntesis de una procesión. Si es
Nazareno o Virgen y va en andas, los hermanos han de sincronizar el paso como
costaleros sin costal. Si es Crucificado y va en hombros, ah, qué peso tan
grato el del cuerpo muerto del Cristo; qué abrazo material, corpóreo, palpable
a la cruz, a la imagen visible de la cruz, porque la cruz a la que debe
abrazarse el cristiano es la de la voluntad de Dios y no la del madero. Pero
como la receptividad del ser humano necesariamente ha de venir por vía
sensorial, cómo mueve al ascetismo el traslado de la imagen de Cristo.
Este diálogo que todo el año sostiene el
cofrade con su Dios, de tipo casi místico halla materialización el día del
traslado. La imagen es descendida del altar, queda a la altura humana, la
altura del diálogo fácil, familiar se la ve mucho más de cerca, respetuosamente
se la toca con las manos, se limpia, se cuida, se mima; se le habla con una
sinceridad aplastante. Como Dios quiere que le hablemos, como nos enseñó en el
Padrenuestro: de tú y como a Padre
Algunas hermandades efectúan en privado
la operación, sin ceremonia, a puerta cerrada, en una intimidad claustral.
Otras realizan el traslado precedido de besamanos y acuden los íntimos, los de
siempre, acompañados de sus esposas, y las camareras que han de vestir a la Virgen
y a San Juan, el paciente testigo. Allí se guarda compostura y respeto al lugar
sagrado, pero se permiten pequeñas licencias, como hablar en voz alta o dar una
carrerita en busca de la maroma; quizás reír de un incidente imprevisto. Allí
fluyen en cascada los piropos a la Virgen. “que está guapa de todas formas”,
aunque lleve al descubierto el peculiar tinglado que sostiene el artificio de
esa forma tan original de vestir a las Dolorosas sevillanas, con atuendo de
Reina de España en el siglo XVI, el de la fundación de la mayoría de las
cofradías. Y no llaman la atención los hierros, los palos o los papeles con que
se puede dar volumen a los pliegues de la ropa. Otras hermandades portan sus
imágenes en andas y procesionan por las naves del templo en el que residen. O
rezan un sentido vía crucis con el Crucificado a hombros, deteniéndose en las
catorce estaciones del templo. Y las que residen en pequeñas capillas privadas,
trasladan sus imágenes, en andas, a su templo parroquial. Su paso por las
calles es motivo de fiesta popular, colgando balcones y acudiendo el barrio en
masa.
Si el traslado al altar de cultos
anuales, que suele ser el altar mayor, es el de la sorpresa, porque hace diez
meses que no se ve a la venerada imagen tan de cerca y las impresiones parecen
sorprender por inesperadas, aunque sean
las mismas todos los años, el traslado al paso es más íntimo y mucho más
importante por deseado. Maromas y polipastos, escaleras y focos de luz crean un
clima suspensivo profundamente grato. Es una función transmitida, heredada y
semejante, primavera tras primavera. El paso está dispuesto en la nave como un
estuche en cuyo centro ha de ser colocada la joya. Si es un Crucificado que
aguarda sobre los hombros de los cofrades como en un Descendimiento: entonces
es cuando se le descubren nuevos rasgos de dolor a la expresión del Cristo, y
vienen los remordimientos de conciencia, la contrición, la llamada universal de
la Redención. Ese momento de ensimismamiento, casi éxtasis místico lo quiebra
una voz potente y seca que ordena: –“¡Vamo ayá!”– y la maroma se enrosca
en la cruz como la serpiente mosaica. Allá arriba, en juego de polipastos,
cambia el sentido de la soga y en el extremo de ella alguien juega a campanero
tirando con el mayor cuidado del mundo. Diez, doce manos se abrazan a la cruz y
ésta asciende: la primera Ascensión del Señor tras su muerte terrenal. Todos
los ojos fijos en el Cristo con los brazos abiertos en disposición de
abrazarnos. En el paso hay una figura en pie. No es un sayón escapado de un misterio
que pretendiera volver a crucificar al Nazareno; es un hombre en mangas de
camisa, expectante y trémulo. Chirrían las poleas en las alturas de las bóvedas
como aves nocturnas. Cristo pendulea levemente, flota en el espacio como si los
pliegues del sudario los moviera el aire quieto del templo. Al fin, el que
aguarda sobre el paso se abraza a la cruz. Ya está en su sitio. Desciende, se
calza y se afirma. Y se le pregunta familiarmente: –“¿Estás bien?”. Ya lo creo que está bien; y muy a gusto. Si
está en su sitio. Si los Cristos de Sevilla han sido tallados para estar en el
paso y para ser trasladados a la Catedral y regreso, al paso acompasado y
uniforme –humano– casi eurítmico, de los costaleros.
Realizada la operación, qué vibrantes
expresiones de sosiego satisfacción, a
de aquella docena de personas; qué diálogos mudos en esos instantes de
silencio; que cambio de miradas entre el Cristo y el Prioste: coloquio
espiritual que nadie más que los dos comprenden. Como que sólo Dios sabe lo que
un prioste puede llegar a quererle.
El primer traslado suele efectuarse,
generalmente, desde el altar fijo al altar de cultos –quinario para los
Cristos, septenario para las Vírgenes–, que la mayoría de las veces se celebran
en el altar mayor y en retablo montado por la hermandad.
Constituye el primer aldabonazo serio que
anuncia haber llegado la hora de la verdad, la de los cultos anuales, punto
previo de reflexión de los hermanos ante la ya próxima estación de penitencia,
o Gran Traslado de las imágenes. Es la síntesis de una procesión. Si es
Nazareno o Virgen y va en andas, los hermanos han de sincronizar el paso como
costaleros sin costal. Si es Crucificado y va en hombros, ah, qué peso tan
grato el del cuerpo muerto del Cristo; qué abrazo material, corpóreo, palpable
a la cruz, a la imagen visible de la cruz, porque la cruz a la que debe
abrazarse el cristiano es la de la voluntad de Dios y no la del madero. Pero
como la receptividad del ser humano necesariamente ha de venir por vía
sensorial, cómo mueve al ascetismo el traslado de la imagen de Cristo.
Este diálogo que todo el año sostiene el
cofrade con su Dios, de tipo casi místico halla materialización el día del
traslado. La imagen es descendida del altar, queda a la altura humana, la
altura del diálogo fácil, familiar se la ve mucho más de cerca, respetuosamente
se la toca con las manos, se limpia, se cuida, se mima; se le habla con una
sinceridad aplastante. Como Dios quiere que le hablemos, como nos enseñó en el
Padrenuestro: de tú y como a Padre
Algunas hermandades efectúan en privado
la operación, sin ceremonia, a puerta cerrada, en una intimidad claustral.
Otras realizan el traslado precedido de besamanos y acuden los íntimos, los de
siempre, acompañados de sus esposas, y las camareras que han de vestir a la Virgen
y a San Juan, el paciente testigo. Allí se guarda compostura y respeto al lugar
sagrado, pero se permiten pequeñas licencias, como hablar en voz alta o dar una
carrerita en busca de la maroma; quizás reír de un incidente imprevisto. Allí
fluyen en cascada los piropos a la Virgen. “que está guapa de todas formas”,
aunque lleve al descubierto el peculiar tinglado que sostiene el artificio de
esa forma tan original de vestir a las Dolorosas sevillanas, con atuendo de
Reina de España en el siglo XVI, el de la fundación de la mayoría de las
cofradías. Y no llaman la atención los hierros, los palos o los papeles con que
se puede dar volumen a los pliegues de la ropa. Otras hermandades portan sus
imágenes en andas y procesionan por las naves del templo en el que residen. O
rezan un sentido vía crucis con el Crucificado a hombros, deteniéndose en las
catorce estaciones del templo. Y las que residen en pequeñas capillas privadas,
trasladan sus imágenes, en andas, a su templo parroquial. Su paso por las
calles es motivo de fiesta popular, colgando balcones y acudiendo el barrio en
masa.
Si el traslado al altar de cultos
anuales, que suele ser el altar mayor, es el de la sorpresa, porque hace diez
meses que no se ve a la venerada imagen tan de cerca y las impresiones parecen
sorprender por inesperadas, aunque sean
las mismas todos los años, el traslado al paso es más íntimo y mucho más
importante por deseado. Maromas y polipastos, escaleras y focos de luz crean un
clima suspensivo profundamente grato. Es una función transmitida, heredada y
semejante, primavera tras primavera. El paso está dispuesto en la nave como un
estuche en cuyo centro ha de ser colocada la joya. Si es un Crucificado que
aguarda sobre los hombros de los cofrades como en un Descendimiento: entonces
es cuando se le descubren nuevos rasgos de dolor a la expresión del Cristo, y
vienen los remordimientos de conciencia, la contrición, la llamada universal de
la Redención. Ese momento de ensimismamiento, casi éxtasis místico lo quiebra
una voz potente y seca que ordena: –“¡Vamo ayá!”– y la maroma se enrosca
en la cruz como la serpiente mosaica. Allá arriba, en juego de polipastos,
cambia el sentido de la soga y en el extremo de ella alguien juega a campanero
tirando con el mayor cuidado del mundo. Diez, doce manos se abrazan a la cruz y
ésta asciende: la primera Ascensión del Señor tras su muerte terrenal. Todos
los ojos fijos en el Cristo con los brazos abiertos en disposición de
abrazarnos. En el paso hay una figura en pie. No es un sayón escapado de un misterio
que pretendiera volver a crucificar al Nazareno; es un hombre en mangas de
camisa, expectante y trémulo. Chirrían las poleas en las alturas de las bóvedas
como aves nocturnas. Cristo pendulea levemente, flota en el espacio como si los
pliegues del sudario los moviera el aire quieto del templo. Al fin, el que
aguarda sobre el paso se abraza a la cruz. Ya está en su sitio. Desciende, se
calza y se afirma. Y se le pregunta familiarmente: –“¿Estás bien?”. Ya lo creo que está bien; y muy a gusto. Si
está en su sitio. Si los Cristos de Sevilla han sido tallados para estar en el
paso y para ser trasladados a la Catedral y regreso, al paso acompasado y
uniforme –humano– casi eurítmico, de los costaleros.
Realizada la operación, qué vibrantes
expresiones de sosiego satisfacción, a
de aquella docena de personas; qué diálogos mudos en esos instantes de
silencio; que cambio de miradas entre el Cristo y el Prioste: coloquio
espiritual que nadie más que los dos comprenden. Como que sólo Dios sabe lo que
un prioste puede llegar a quererle.
Julio Martínez Velasco